Instituto Mora

Reverberaciones del 8 de marzo

19/03/2023 |03:24
Redacción El Universal
Periodista de EL UNIVERSALVer perfil

Por Fausta Gantús


Una gran mancha negra se extendía sobre la plancha del emblemático Zócalo del Centro Histórico de la Ciudad de México; eran cerca de las 21:00 horas, en su mayoría las asistentes a la marcha y concentración se habían retirado tras una larga jornada de manifestación que para algunas inició alrededor de las 15:00 horas y para otras había arrancado desde las 10:00 horas. Fue un largo, muy largo día de desgañitarse las gargantas de tanto corear las consignas, de reventarse los pies en ese esperar-avanzar lentamente-detenerse-esperar-avanzar lentamente-detenerse, de agotar hasta la última reserva de energía del cuerpo que se hace presente y se afirma en las diversas expresiones para decir: aquí estoy, aquí estamos.

Alrededor del Zócalo, delimitando el perímetro se ven las altas y sólidas vallas con las que se enjauló a las manifestantes. No hay otra forma de expresarlo: el zócalo se transformó en una especie de inmenso patio de prisión femenina. Ese espacio, al que se accedía por una sola y reducida entrada –justo lo que impidió que la plancha del zócalo se llenara y miles de mujeres quedaran fuera–, estaba fuertemente custodiado por varios costados por esas altas, ofensivas, desafiantes, provocadoras paredes de metal, detrás de las cuales se resguardaban, se protegían y escondían a la vez, miles de carceleros y carceleras que desde su seguro anonimato al menor gesto, realmente amenazante o no, roseaban con algún tipo de gas a las asistentes. Vallas que por momento fueron mecidas por el ímpetu de la furia de los grupos de mujeres del llamado bloque negro y otras que, sin pertenecer a él, se sumaban a la acción de enfrentar con sus débiles fuerzas y escasos recursos a la mole que permanecía indolente frente a su osadía.

Porque osadía es la épica de enfrentar al gigante. ¿Realmente creen que van a tirar las vallas? No, no son tan inocentes ni estúpidas. Atacar las vallas es un acto simbólico de protesta y rebelión, un gesto de afirmación frente a la indolencia gubernamental y social, un signo de valentía para confrontar a los agresores, una forma de decir estoy viva y dolida, un grito que quieren que se escuche por los millones de gritos que nadie oye. Golpean, patean con toda su furia, desde su desesperación lo intentan con toda su rabia, pero todo lo que hagan será en vano porque la pared es sólida como el pacto machista; lo saben. Y protegidos por esas vallas y ese pacto sus atacantes las miran con amenazante desvergüenza porque se saben impunes, eso también lo saben. Pero seguirán golpeando una y otra y otra vez hasta quedar exhaustas, porque ellos tienen el poder, pero ellas tienen la fuerza.

Mujeres de todas las edades intimidadas por la sensación de opresión mientras marchan custodiadas por ambos lados de la acera por fuerzas policiales. Mujeres manifestantes presas en el ejercicio de su libertad de expresión; atrapadas, cercadas, inmovilizadas en el espacio del Zócalo, del que no había más que un par de salidas acotadas y que, en caso de un desastre, no habrían tenido mucha opción para moverse, para escapar. Mujeres ciudadanas, mujeres mexicanas violentadas por el gobierno que les niega el libre tránsito en su propia ciudad, reducidas a presidiarias en el corazón de su propio país por el único delito de tomar las calles para reclamar sus derechos, exigir justicia y demandar seguridad; mujeres a las que se encapsula como si fueran delincuentes. Mujeres acorraladas por las fuerzas represoras del Estado. Mujeres tratadas como bestias o monstruos ante quienes es necesario “proteger” la ciudad para evitar que la destruyan. Ese es el mensaje que las autoridades lanzan al país y al extranjero, convirtiendo a las víctimas, a las amigas y familiares de las víctimas, a las luchadoras, a las jóvenes que por primera vez salen a las calles, a las niñas que van del brazo de sus madres, a las abuelas que acompañan a sus nietas, convirtiéndonos a todas en el enemigo feroz.

Anocheció. Las mujeres se han ido. Envuelto en una media luz-media sombra –porque el gobierno no encendió las luces, el tizne que han dejado las hogueras que encendieron algunas colectivas feministas sobre el piso se complementa con la presencia de las vallas, algunas de las cuales fueron pintadas con los nombres de las desaparecidas, de las asesinadas; en otras se pegaron carteles con los rostros de las víctimas, la mayoría de los cuales han sido rasgados; algunas vallas fueron golpeadas con lo que las manifestantes tuvieran a mano; unas pocas sufrieron el embate del fuego. El espectáculo nocturno es desolador. La exacta metáfora de la situación de miles y cientos de miles de mujeres en este país: acosadas, violentadas, golpeadas, ultrajadas, violadas, torturadas y abandonadas mientras las fuerzas del orden observan en silencio y las autoridades cómplices vuelven la vista hacia otro lado.

No faltan, por supuesto, quienes reprueben que se ataque a las vallas, que se manche el pavimento, que haya algún signo aislado de violencia: “¡así no! ¡Pero qué necesidad!” Las mismas personas que son incapaces de comprender el desconcierto y la angustia de la niña cuyo pariente o conocido la acaricia de forma lasciva; el temor de la mujer que camina sola por la calle en la noche y se siente acechada; el miedo de la pareja o la hija o la madre golpeada; la angustia de la estudiante acosada por el profesor o la trabajadora por el jefe; el terror de la mujer violada por un individuo o por una manada… El sufrimiento de todas y de todos quienes esperan el regreso de la esposa, la hija, la hermana, la madre, la amiga; de quienes buscan un cuerpo día tras día como la última esperanza; de quienes tienen que vivir el resto de sus existencias sabiendo que esa mujer que ahora falta en su entorno fue agredida, violentada, torturada, asesinada.

Y más allá del pavimento quemado y detrás de las vallas agredidas, se alzan incólumes, intocados, magníficos, ampliamente iluminados, airosos, orgullosos los edificios de Palacio Nacional, Palacio del Ayuntamiento, la Catedral, Palacio de Bellas Artes, el Hemiciclo a Juárez: los signos de la patria se han preservado de la “bestialidad” de las manifestantes. Dentro de Palacio Nacional el presidente puede dormir tranquilo: su palacio se ha salvado de las llamas. Y luego, las cifras maquilladas, igual de maquilladas que las cifras oficiales sobre mujeres agredidas, acosadas, violadas, desaparecidas, asesinadas… No importa lo que las cifras oficiales digan, sabemos, siempre sabemos que fueron muchas, muchas más.

De regreso a su hogar, después de manifestarse pacíficamente, de cantar junto a sus amigas, de sostener por horas el cartel de denuncia, de correr, brincar, reír, a veces de llorar, en la calle apenas iluminada la chica vuelve temerosa el rostro y ve la sombra de un hombre medio oculto en las sombras, no sabe sus intenciones, pero el miedo le recorre el cuerpo.
 

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Fausta Gantús
@fgantus
Escritora. Profesora e Investigadora del Instituto Mora (CONACYT). Especialista en historia política, electoral, de la prensa y de las imágenes en Ciudad de México y en Campeche. Autora del libro Caricatura y poder político. Crítica, censura y represión en la Ciudad de México, 1867-1888. Coautora de La toma de las calles. Movilización social frente a la campaña presidencial. Ciudad de México, 1892. Ha coordinado trabajos sobre prensa, varias obras sobre las elecciones en el México del siglo XIX y de cuestiones políticas siendo el más reciente el libro El miedo, la más política de las pasiones. En lo que toca la creación literaria es autora de Herencias. Habitar la mirada/Miradas habitadas (2020) y más recientemente del poemario Dos Tiempos (2022).