Alberto del Castillo Troncoso

Para mi hermano Carlos, con quien escuchaba cada noche por radio los partidos de beisbol para imaginar juntos cada uno de los lanzamientos del Zurdo Ortiz y las jugadas espectaculares del “Abulón” Hernández.

Para los dos Rolandos y Titos, mis solidarios acompañantes en esas aventuras furtivas al increíble Parque del Seguro Social.

Juntarse a los 10 años de edad con los primos y los amigos de la cuadra y organizar la excursión vespertina al Parque Delta del Seguro Social desde San Ángel para ir a ver a los Tigres del Super ratón Zamudio, o a los Diablos Rojos del legendario Ramón Montoya, a finales de los sesenta, significaba dirigirse primero hacia la Avenida de los Insurgentes, a la altura de Radio Mil, muy cerca de la horrenda mano que el General Obregón había donado a la Revolución y que el omnipotente Estado priísta ( of course ) de aquellos años había consagrado como la primera reliquia patriótica de la Nación, tomar el camión “Insurgentes -Bellas Artes”, bajarse a la altura del hermoso y recién estrenado cine “Manacar” en Churubusco, caminar hacia la avenida Coyoacán y tomar el tranvía “Colonia Del Valle” para llegar al Viaducto, —la frontera que separaba entonces al sur del norte en nuestro imaginario capitalino— y, salvados todos los obstáculos anteriores, correr velozmente hacia el estadio-sede del Rey de los deportes en aquella época.

Al final de dicha ruta atravesábamos con cautela el Panteón Francés admirando de lejos sus majestuosas tumbas de estilo gótico y rodeábamos una parte de la temible Octava Delegación, entre las avenidas Obrero Mundial y Cuauhtémoc, la cual había recibido sólo unas semanas antes largas filas de cientos de personas que buscaban desesperadas cualquier información sobre el paradero de sus familiares la noche del 2 de octubre de 1968, pero eso lo supe hasta muchos años después, cuando me tocó revisar por razones de trabajo las increíbles fotografías que eternizaron la protesta estudiantil de aquel año en los viejos periódicos amarillentos de la Hemeroteca de la UNAM.

Normalmente, las filas de la taquilla en el estadio avanzaban con cierta rapidez, y nosotros comprábamos los boletos más baratos que correspondían a la parte alta del estadio, a la altura de la primera base. Una vez con el boleto en la mano, había que correr velozmente por los pasillos para alcanzar el mejor lugar posible en las frías gradas de cemento. Logrado el objetivo y sentados a nuestras anchas podíamos disfrutar animadamente del increíble escenario de la cancha iluminada, viendo a los jugadores calentando brazo, y observando de manera particular al pitcher y al cátcher, con los simpáticos y ocurrentes chiflidos de los fanáticos ante cada lanzamiento de ida y vuelta por parte de los peloteros. En esos momentos uno se sentía en el paraíso arañando la felicidad eterna, unos cuantos minutos antes de comenzar el emocionante y anunciado partido.

Una de las cosas que me impresionaban en aquellos instantes inolvidables de observación antropológica eran las marcas urbanas que rodeaban al estadio y que eran visibles desde mi lugar, esto es: un fragmento del Viaducto con todo y el natural embotellamiento de autos a esa hora de la tarde y parte de la avenida Cuauhtémoc, los árboles más altos y frondosos y hasta algunos postes de luz con sus increíbles nudos y enjambres de alambres, o la parte superior de los edificios, con gente curiosa asomada entre los ventanales de los departamentos, e incluso a veces trepados en las azoteas, con familias enteras listas y dispuestas para ver el partido. Se trataba de verdaderos puentes de continuidad entre la ciudad y el estadio, los cuales formaban parte del mismo paisaje, algo imposible de pensar siquiera en el caso del futbol, donde a mi corta edad yo ya tenía una vasta experiencia de asistir al estadio Azteca para ver al América, al Necaxa y al Atlante, tres días a la semana durante varios años de convivencia con una familia super futbolera que no viene al caso ahora y de la que hablaré con detalle en otra ocasión. Por ahora baste decir que las diferencias entre el aislamiento total, experimentado en el gigantesco escenario del llamado “Monumental” estadio Azteca, y la forzada pero humana integración del parque del Seguro Social y la urbe eran verdaderamente abismales.

En la mayor parte de esos maravillosos viajes, el presupuesto familiar alcanzaba sólo para el transporte y las entradas. A duras penas disponíamos a veces de un dinerito extra para comer algo en el estadio. Un solitario vendedor de comida circulaba entre los lugares anunciando sus productos desde un poco antes del inicio del juego. El precio de los anhelados tacos y las deliciosas tortas iba bajando conforme pasaban los minutos y avanzaba el partido, de tal manera que hacia la séptima entrada los precios se desplomaban y era el momento de cenar algo. Los cuatro chicos comíamos entonces por el precio de uno y hasta nos podíamos dar el lujo de pedir dos refrescos para acompañar el banquete. Evidentemente, ése era el mejor momento de la noche, el que todos estábamos esperando: la fatídica séptima entrada era para nosotros la magnífica séptima entrada. La única señal de modernidad estaba representada por una pantalla luminosa en la que podía verse el nombre del equipo local y del visitante y las columnas con los resultados parciales del score en cada una de las entradas. A un lado, un reloj electrónico daba cuenta del inexorable paso del tiempo que nos anunciaba, —como en el cuento de la Cenicienta—, el inevitable regreso a casa. Si el partido se iba a extra innings había que calcular que el último tranvía salía a las 11 y media y había que salir volando para repetir el ritual de vuelta, a veces con un radio de transistores en la mano para escuchar los detalles y los pormenores de la victoria o la derrota de nuestro equipo de la voz de los inolvidables Sonny Alarcón y el Rápido Esquivel.

Con este peculiar bagaje a cuestas regresé hace una semana por la invitación de un viejo amigo a un estadio de beisbol, el Harp Helú, por el rumbo del aeropuerto, después de cincuenta años de ausencia y volví a experimentar algunas de las emociones de la infancia: el inmenso amor y simpatía por los peloteros, esos grandes guerreros y gladiadores de la edad moderna, con sus gestos teatrales, sus cascos y sus medias, sus enormes bats parecidos a los garrotes, sus gorras y manoplas como extrañas garras y todo el resto de su encantadora parafernalia; como mucha gente volví a suspirar de admiración ante un buen lanzamiento del pitcher y sus tremendas rectas y curvas engañosas de bolas ensalivadas, el robo sorpresivo

de alguna de las bases, la captura dramática de una bola de fuego en la lejanía del jardín central o el toletazo profundo de algún poderoso jonronero.

Y sin embargo, en esta nueva ocasión se hicieron evidentes de manera ostensible las diferencias, dictadas inevitablemente por la edad: un adulto reconoce mejor las virtudes técnicas de los personajes que tiene enfrente y sospecha e intuye los sacrificios, las alegrías y los momentos difíciles de cada una de esas trayectorias. Si el niño disfruta al máximo dejándose llevar por la magia del momento, el desgaste natural de la vida permite el reconocimiento de marcas y cicatrices en los otros y hace que acompañemos el disfrute del juego con otros temas y conceptos en la cabeza, que se le va a hacer: las cosas transcurren tiempo después como en el más famoso de los tangos y de esa manera, el adulto, a cierta edad, no puede amar sin presentir.

Así las cosas, entre las muchas diferencias que pude detectar en mi experiencia reciente de hace una semana en el encuentro de “Padres” contra “Gigantes” en el Harp Helu, está la enorme distancia entre la mercadotecnia de hoy y la de hace medio siglo. Como la diferencia clásica entre el erotismo y la pornografía, la situación de hoy casi no deja espacio para la imaginación: sin ningún descanso mental para el público, no hay un segundo del juego donde no haya enormes letreros luminosos anunciado —casi ordenando— al espectador lo que hay que pensar y sentir, todo ello en el marco de un ruido estruendoso y de música contagiosa para provocar el festejo, así como las arengas reiteradas del maestro de ceremonias para inducir cierto tipo de actitudes y comportamientos: todo ello hace que se viva colectivamente en cada entrada algo parecido a la crónica de una alegría programada.

Si hace 50 años uno se refugiaba en la intimidad del silencio para concentrarse en el temido y previsible momento de las 3 bolas, 2 strikes y 2 outs, comiéndose las uñas y tapándose los ojos de la angustia y la desesperación, hoy ese acto solitario de tensión y sufrimiento es impensable e imposible, y si se presentara de casualidad formaría parte necesariamente del guion de un drama colectivo diseñado, organizado y programado por el dueño del micrófono.

Con todo lo anterior no quiero decir, cegado por la nostalgia de los tiempos idos, que todo pasado fue mejor y que todo era superior antes. Lo que digo es simple y sencillamente que las cosas ocurrían en otras épocas en un horizonte muy diferente: hoy un niño de 10 años que asiste por primera vez al beisbol aprenderá a amar este noble deporte bajo las reglas y los parámetros que le toca experimentar, y eso será parte de los cambios inevitables de la tecnología y su inserción en todos los actos de su vida presente y futura, como todo lo demás.

Pero los sobrevivientes de los naufragios sabemos que la vida es terca, muy terca, y resulta que el adulto de hoy acumula una serie de recuerdos y experiencias que nunca se perdieron en su memoria y que, como aquellas pequeñas cosas, reaparecen en el instante en que son convocadas medio siglo después por el enorme show mediático que significa ver hoy un partido de béisbol.

Como diría el maestro Serrat: Nunca es triste la verdad, lo que no tiene es remedio.

Alberto del Castillo Troncoso es Doctor en Historia por la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla y Doctor en Historia de México por El Colegio de México. Pertenece al Sistema Nacional de Investigadores y a la Academia Mexicana de las Ciencias. Es investigador del Instituto Mora.

Se ha especializado en Historia Social y Cultural de México en el siglo XX. Su trabajo lo ha llevado en los últimos 20 años, a generar una reflexión crítica sobre la utilización de la documentación fotográfica como parte de la investigación histórica. Una parte de sus trabajos se han concentrado en torno a las imágenes foto periodísticas del movimiento estudiantil de 1968.

Coordina, junto con la Dra. Rebeca Monroy el seminario "La mirada documental", que trabaja la historia social y cultural de la fotografía en México, así como otros investigadores latinoamericanos.

Es miembro de Latín American Studies Association (LASA) y de La Red Latinoamericana de Historia Oral (RELAHO). Es integrante del Seminario de Historia Social y Cultural del Instituto Mora y del Seminario Nacional de Movimientos Estudiantiles de la UNAM.

Es Co-coordinador de la Red Latinoamericana de la Historia de la fotografía, junto con el Dr. Charles Monteiro (PUCS, Brasil) y Co-coordinador de la red de Historia de la Fotografía Mexicana, junto con la Dra. Rebeca Monroy (INAH).

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