Ha trascurrido casi un año desde que circularon imágenes de cientos de personas solicitando una ración de comida en las calles de Ginebra, Suiza. En mayo del 2020 pocos imaginábamos que uno de los diez países más ricos del mundo se enfrentaría a la tarea de distribuir alimentos de forma gratuita a su población. La experiencia parecía lejana para esta nación, sede de los principales centros financieros y de organismos como la OMS y la OIT. Sin embargo, como se ha hecho evidente desde su inicio, la pandemia de COVID-19 sólo ha revelado y agravado la vulnerabilidad y pobreza padecida por millones de personas.

Por: Ángela León

Esta escena se ha replicado en todo el planeta. La instalación de comedores sociales y el suministro de alimentos en las calles han crecido con mucha rapidez en las principales ciudades, pero también en poblaciones alejadas que dependen del turismo y de las manufacturas para activar su economía. Así, no resulta extraño que, ante la ausencia de turistas, la comunidad de Blackpool, en Inglaterra, requiera la entrega de comidas gratuitas para subsistir.

En Francia, Alemania, Austria, España, Suiza, Italia o Estados Unidos una mayoría de quienes han recurrido a este auxilio temporal son migrantes indocumentados sin empleo o con salarios muy bajos. El resto son adultos mayores y familias de obreros y clases medias a quienes el cierre de negocios y fábricas perjudicó de forma notoria después del segundo confinamiento. Este grupo, junto con un alto porcentaje de población rural, también conforma al grueso de los habitantes vulnerables de La India, Sudáfrica, Kenia, Argentina, Brasil o México. Países donde el reparto de despensas y comidas gratuitas ha cobrado importancia en los últimos meses.

Llegado este punto cabe preguntarse si la historia puede ofrecer lecciones para enfrentar una situación de esta magnitud. De acuerdo con el historiador Diego Armus, cada epidemia es única. La sociedad que la vive le otorga un significado distinto y reacciona a ella con particularidad. Por esta razón, refiere, la historia está lejos de brindar lecciones para enfrentar al COVID-19. A lo más, muestra con claridad que las epidemias “pueden afectar a todos”, pero nunca tanto como a los pobres y más vulnerables. Si bien no negamos que esta lectura tiene algo de razón, también creemos necesario apuntar que el pasado sí puede ofrecer luz sobre la forma en que las comunidades han desarrollado estrategias para enfrentar y mitigar crisis globales. Después de todo, muchas veces han compartido preocupaciones y experimentado la irrupción de eventos que afectaron profundamente su estabilidad. En ese sentido, el hecho de que la pobreza y la inseguridad alimentaria formen parte de la historia de la humanidad obliga a mirar en retrospectiva las políticas y actores que han intervenido en su mitigación, sobre todo cuando ambos problemas se están exacerbando con la pandemia.

A los ojos del presente, las llamadas filas del hambre parecen un recordatorio de la Segunda Guerra Mundial. Lo cierto es que la distribución gratuita de alimentos a los pobres ha sido una práctica común y de larga data que ha acompañado los episodios de escasez y necesidad a lo largo de la historia. A finales del siglo XVIII e inicios del XIX la crisis económica y social, generada en el contexto de las guerras napoleónicas, favoreció la apropiación de prácticas y estrategias con las cuales se pretendía hacer frente al creciente pauperismo. Una de ellas fue la adopción, en casi toda Europa y el norte de América, de las Soup Kitchens o Soup Houses.

Además de ofrecer la famosa y nutritiva sopa Rumford –hecha de lentejas, cebada, chícharos y papas–, estos establecimientos pretendían ofrecer una alternativa secular y permanente al suministro caritativo y temporal de alimentos realizado por la Iglesia. En su forma de cocinas públicas, las Soup Kitchens prometían brindar un servicio que reduciría a la mitad el costo de una comida con esas características, posicionando al monarca y al Estado como el garante del bienestar social, al tiempo que mejorarían las condiciones de vida y productividad de los desvalidos. Las preocupaciones e intereses de la época no dejan duda acerca del esfuerzo que hubo detrás de esta y otras medidas para mitigar el aumento de pobres. El problema fue que ningún Estado de la época tenía el poder y recursos para hacer frente a esta problemática transcontinental. Por ello, los benefactores tradicionales, como las organizaciones religiosas y grupos de particulares, continuaron colaborando entre ellas o ateniendo por cuenta propia a los sectores más vulnerables a lo largo del siglo XIX.

La crisis económica y sanitaria que estamos viviendo ha mostrado la vigencia e importancia que políticas de antiguo régimen, como la distribución de alimentos, tienen para mantener a flote una sociedad resquebrajada por la desigualdad. Ante un proceso lento, ineficiente y a veces inexistente de ayuda estatal, la distribución de comidas por el Banco de Alimentos, las ONG, la Cruz Roja y pequeñas asociaciones privadas y religiosas se posiciona como la única alternativa que millones de familias desfavorecidas tienen para resistir la crisis. En especial porque se han mostrado abiertas a auxiliar a quien lo solicita sin necesidad de aclarar su condición de vulnerabilidad.

No obstante, a pesar de la gran movilización de recursos humanos y materiales que estas organizaciones no gubernamentales pudieran gestionar y ofrecer, es claro que ninguna tendría capacidad para resolver la situación de 270 millones de personas que pasarán hambre en 2021, según cálculos del Programa Mundial de Alimentos. Así, la historia muestra que la filantropía tuvo y tiene sus limitaciones. Pero, en sus condiciones actuales, ¿El Estado podría por sí solo hacer frente a esta crisis económica y social?

*Ángela León Garduño es Maestra en Historia por la UNAM y Doctora en Historia Moderna y Contemporánea por el Instituto Mora. Entre sus líneas de investigación se encuentra la historia de la pobreza y la asistencia social en los siglos XVIII y XIX.

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