Debido a la reciente ola de refugiados y migrantes en México y otras latitudes, la sociedad civil y los gobiernos se han preocupado en mayor o menor medida por su vida y bienestar. Una de las comunidades invisibilizadas, que realizan cuidados hacia estas poblaciones, son las comunidades basadas en fe, quienes por décadas se han hecho cargo de cuidar y dar ayuda a personas que los necesiten en México y el mundo.
El filósofo francés Michel Foucault define el poder pastoral de las civilizaciones orientales hebreas de manera figurativa del pastor que cuida de sus rebaños. Así, el poder del pastor no se ejerce sobre el territorio sino sobre una multiplicidad en movimiento; el pastor tiene la función de reunir a individuos dispersos, para luego guiar al rebaño; el pastor provee todo lo necesario para la subsistencia del rebaño. El poder pastoral es individualizante, pero también cuida del conjunto, cuida de uno y de todes.
Las pastorales migratorias o de movilidad humana, como se definen por las iglesias de tradición judeocristiana, se encargan de llevar a cabo, miles de años después del mensaje de Dios y de Jesucristo, el cuidado del individuo y de las poblaciones. Realizan actividades que buscan el desarrollo y bienestar físico, mental y espiritual de los migrantes y los refugiados en contextos de precariedad, violencia y marginación.
Cuando se les pregunta por qué hacen lo que hacen se esperaría una respuesta cuidadosamente expresada en los discursos actuales de los derechos humanos, pero lo que escuchamos es una respuesta simple: porque tratamos de hacer lo que Dios y Cristo dijo que hiciéramos hace más de 2000 años, “cuidar y amar a los demás como a uno mismo”.
A pesar de que se exprese que las identidades religiosas han perdido vigencia e influencia en las sociedades contemporáneas, lo cierto, es que el fenómeno religioso está viviendo un regreso especialmente en el contexto latinoamericano. En este contexto, existe una pluralidad de posiciones teológicas que dialogan con espacios donde confluyen nuevas identidades y actúan en momentos históricos como el de las movilidades humanas y movilidades forzosas de millones de personas huyendo de la violencia y del conflicto.
No sólo el diálogo religioso e interreligioso se empieza a conocer, sino las experiencias de cuidado, tan importantes y destacables de esta forma de agencia política basada en la fe. Silvia Federici acuñó la frase de: “eso que llaman amor es trabajo no pago”, la feminista y teórica hablaba de la necesidad de un salario justo a las tareas domésticas no remuneradas.
Sin embargo, si pensamos en que las comunidades de fe llaman amor al cuidado de los otres, pensaríamos que están confirmando la frase de Federci; pero, en la perspectiva de los hombres y mujeres de las comunidades de fe, ellos cuidan de los refugiados y migrantes no esperando una retribución a cambio, lo cual subvierte la idea de que en la sociedad capitalista todo intercambio, incluso el afectivo tiene un valor monetario.
Las comunidades basadas en fe, hacen de la ayuda desinteresada una forma de resistencia frente a la mercantilización de los afectos, porque su recompensa no es monetizable, si no que regresan por gracia lo que por gracia les fue dado: la salvación por medio de la creencia en que Dios envió a su hijo a morir por la humanidad, y ese sacrificio no tiene un valor que pueda pagarse con algún tipo de recurso. Por eso, por más buenas obras que hagan las personas espirituales no alcanzan a pagar esa salvación que fue dada por gracia; en todo caso, las buenas obras son el resultado del amor a Dios por parte de su creación y su iglesia.
El entender el amor de esa forma, ha subvertido la forma de entender el amor al prójimo, ya que esto no significa solamente el deseo o la expresión “te amo” dirigida a un “ellos” sin rostro ni identidad o contexto, al que fácilmente le puedes decir una palabra vacía de contenido. El amor desde los cuidados pastorales está lleno de connotaciones que subvierten nuestro concepto de amor, porque no necesariamente espera reciprocidad, porque lo da todo a cambio a veces de nada materializable, porque sufre con el sufrimiento de los demás, porque soporta las injusticias a lado de los más indefensos, y porque a pesar de que estas comunidades de fe sean denostadas, ridiculizadas, se gozan de buscar la verdad y la justicia sin rencor y sin enojo contra sus detractores.
Afortunadamente, algunas contrapartes seculares de las comunidades de fe que se organizan para ayudar a los refugiados y migrantes, entienden y trabajan conjuntamente con ellas compartiendo las experiencias, los retos y los trayectos, sin rivalidades ni protagonismos exacerbados. Y aunque esta experiencia sería deseable en todos los contextos donde la acción humana busque una transformación, las sociedades políticas contemporáneas marcadas por la polarización, podrían aprender de esta sana convivencia y los individuos, podríamos empezar a amar como las comunidades de fe aman a esos prójimos, esos desconocidos que un día llegan y otro se van para no volverlos a ver, de los que casi nunca esperan una retribución al amor entregado.
*Estas reflexiones parten de una reflexión teórico-metodológica de mi proyecto posdoctoral en el Centro de Investigaciones Sobre América del Norte de la UNAM, al que le agradezco las facilidades para realizar mi investigación.
Twitter @lenabrena
Posdoctorante en el CISAN-UNAM, con el tema Refugiados y comunidades de fe. Dra. En Ciencias Políticas y Sociales con orientación en Ciencia Política, por el Posgrado de la UNAM de la FCPyS, es Maestra en Sociología Política por el Instituto Mora.
Docente en la FCPyS en las asignaturas de Sociología y Metodología de los Derechos Humanos, también imparte la asignatura de Feminismo indígena y afrodescendiente y la de Género, Violencia y Ética comunitaria en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Ha trabajado en organos de derechos humanos tanto civiles como no jurisdiccionales y en el gobierno de la Ciudad de México.