La carrera científica no es fácil. Supone un enorme esfuerzo, dedicación, talento, pero, aunque no parezca, implica vencer en lo individual angustias, inseguridades y temores por todo lo que es y también, aunque no lo crean, sobre mucho de lo que no es y nunca va a ocurrir. Un pensamiento científico no implica tampoco, estar ajeno a consumir y reproducir mentiras por más absurdas que puedan ser. El debate frente a la pandemia del COVID fue la prueba contundente de que aún mentes formadas en el pensamiento lógico y con acceso a conocimiento de punta llegaron a creer ideas absurdas o cuestionar avances clínicos y científicos probados desde hace décadas. Parece que la condición humana tiende a que los sujetos veamos lo que queremos ver, no importa lo que la evidencia demuestre. Esto es lo que parece que ocurre en el debate frente a la Ley General en materia de Humanidades, Ciencia, Tecnologías e Innovación (LHCTI), recientemente aprobada en México.
Este ejemplo sirve para mostrar cómo no importa lo que a la letra diga el texto legal que marca las nuevas pautas respecto al quehacer científico financiando por el estado mexicano, porque las dudas, quejas y rechazo de una parte de la comunidad científica se expresan públicamente sin filtro alguno y llamando a resistirse a su implementación como si se tratara de una imposición y no de un proceso deliberativo de largo tiempo. Es cierto que en un país como México lo que digan las leyes es muy diferente a lo que ocurre en la práctica, pero entonces, parece inútil esta embestida pública para cuestionar una ley aprobada que no restringe la libertad de investigación en ninguno de sus párrafos, no devela autoritarismo en su enumerado legal, no hay forma de demostrar que discrimina sino por el contrario, pone en el centro del debate, para modificarlo, la exclusión que han tenido la inmensa mayoría de los mexicanos del derecho al quehacer y beneficios de los resultados de la ciencia. La ley tampoco reduce el presupuesto que se destinará al campo científico mexicano sino al contrario, deja la simulación que por años se mantuvo al decir, en el texto legal que ya quedó eliminado, que un 1% del presupuesto nacional se dedicaría a esta actividad, lo que jamás ocurrió. En el colmo de la inventiva anti científica se dice que la ley atenta contra los derechos laborales de los trabajadores de la ciencia contratados en instituciones del estado, cuando la propia ley no aborda en ninguno de sus párrafos la relación laboral que cada institución de investigación y docencia guarda con sus empleados.
Por otro lado, un tema que la ley plantea en sus distintos apartados y que ha sido objeto de numerosas críticas por una parte de los miembros de este sector dentro de una comunidad de varios miles de trabajadores, es la idea de que sea el estado quien defina líneas estratégicas de investigación que de acuerdo con lo que dice la ley, parte de identificar los grandes problemas nacionales —que francamente tampoco son un misterio para nadie—, y proponerlos como ejes transversales del quehacer científico nacional. Pero la Ley no obliga a nadie, en ningún párrafo ni letra chiquita, a ceñirse a estos temas ni sus múltiples posibilidades de estudio, sino por el contrario, explicita la libertad de cátedra. Que el estado reconozca su obligación y responsabilidad en la gestión respecto a los ejes de la ciencia desarrollada con recursos del propio estado en instituciones públicas no puede interpretarse como autoritarismo. Además, quien diga que se le obligará a analizar ciertos temas y no los de su propio interés simplemente miente, porque por lo menos la ley no lo dice ni hay párrafo que permita deducirlo como tal.
Un último punto que ha generado reacciones y molestias entre esa parte de la comunidad científica, por lo menos la del área de las ciencias sociales que es la que conozco, es la idea de que difundir el conocimiento generado de alguna manera abarata la propia labor científica. Tal vez este punto puede afinarse con el simple hecho de aclarar que lo que se propone en la ley es que haya disposición a compartir los hallazgos científicos más allá de los espacios académicos hiper especializados en que cada carrera científica se desarrolla y en su caso, ponerlos al servicio de quien se dedica a la divulgación de la ciencia. Más que eso no se puede deducir que nos obligarán a presentar nuestros proyectos y resultados ante públicos que podrían no interesarse en lo más mínimo por lo que para cada uno es su pasión investigativa. A nadie denigra tampoco difundir lo que sabe si eso contribuye al aprendizaje colectivo.
Todo texto legal es perfectible y es sólo un marco guía que muchas veces dista de la política cotidiana en que se desarrollan las directrices de la administración pública, las cuales pueden ser absolutamente cuestionadas si cada uno lo considera así; sin embargo, mentir sobre lo que no dice la ley de Humanidades, Ciencias, Tecnologías e Innovación es, por principio, completamente contrario a lo que se esperaría de una opinión científica basada en la evidencia y la objetividad.
Leticia Calderón Chelius es Doctora en Ciencias Sociales por FLACSO-México. Es Profesora e investigadora del Instituto Mora especializada en el estudio de los procesos migratorios y de las relaciones México-Estados Unidos. Presidenta del Patronato de la asociación Sin Fronteras I.A.P.
@letichelius