Alberto del Castillo Troncoso

El expresidente de México Luis Echeverría Álvarez cumplió 100 años el pasado 17 de enero. Parte clave del rompecabezas político de la represión del Estado desde la década de los cincuentas, LEA fue el Secretario de Gobernación que operó la matanza del 2 de octubre de 1968 por órdenes de su jefe el Presidente Gustavo Díaz Ordaz y luego organizó y planeó la matanza del Jueves de Corpus del 10 de junio de 1971, en una jugada de tres bandas que le permitió deshacerse de rivales incómodos heredados del sexenio anterior, recuperar la popularidad perdida en Tlatelolco con los nuevos apoyos mediáticos de un sector importante de los intelectuales y aceitar el engranaje de la guerra sucia que ya venía llevando a cabo el gobierno mexicano y que perduraría durante dos décadas a través de la Dirección Federal de Seguridad.

A diferencia de varios de sus contemporáneos, como su exjefe Gustavo Díaz Ordaz , que murió en 1979, o su gran amigo y colaborador, el expresidente José López Portillo , quien falleció en el 2004, Echeverría sobrevivió a la debacle y se convirtió en un fantasma viviente, en un testigo mudo que pudo constatar en la soledad de su casa de San Jerónimo como el relato de la conspiración comunista que trató de imponer a sangre y fuego en el 68 y el 71 se deshizo gradualmente en los siguientes años, saliendo a la luz su papel y su responsabilidad en la represión, así como el surgimiento de nuevas opciones políticas y el desgaste y el declive del autoritarismo y la omnipotencia priistas labradas con paciencia durante varias décadas.

Por ello es tan grotesca su última fotografía tomada hace un año, cuando en lugar de permanecer en casa, su familia decidió convertir un acto privado en público, y lo llevó a Ciudad Universitaria a recibir la primera dosis de la vacuna Astra Zeneca, en una imagen que le dio la vuelta al mundo a través de las redes sociales. Se trató de un regreso sin gloria, una provocación premeditada contra las víctimas del 2 de octubre y del 10 de junio, realizada unas cuantas semanas antes del aniversario 50 de la matanza del Jueves de corpus. Las redes se encargaron de enmarcar su visita a CU como la del genocida que regresaba tan campante a la escena del crimen. Como la pintura de Goya de Saturno devorando a su hijo, con el rostro deformado por una careta de plástico, la foto nos muestra de frente a un anciano con un enorme sombrero de paja sentado en una silla de ruedas, con las manos entrelazadas. Puede verse su mirada perdida y el desgaste de sus manos con los tendones y falanges marcadas en el dorso de las palmas, todo lo cual proyectó una imagen clara del deterioro físico y mental del otrora intocable presidente de la República, muy distinta a otra de sus apariciones en público un par de décadas antes, cuando tuvo que salir de su bunker a declarar ante la Fiscalía Especial para Movimientos Políticos y Sociales del Pasado, por las matanzas de Tlatelolco y el halconazo. En aquella ocasión, a pesar de sus gritos furiosos de “¡Diles que se callen!”, dirigidos a la docena de periodistas que presenciaban la insólita escena, los familiares de sus víctimas lo interpelaron por primera vez en plena vía pública y se le acercaron lo suficiente para que él pudiera sentir su aliento en pleno rostro y en la nuca.

Mi padre lo conoció (es un decir) cuando junto con mi madre formaron un grupo de póker con doña Cata, la madre de Luis y se reunían periódicamente a jugar y a apostar pequeñas cantidades (En esa época, quizá los años cincuenta, mi padre vendía relojes “Movado” y doña Cata pasó de vender huevo de granja a promover terrenos para casas en una ciudad que comenzaba a moverse al ritmo de la voracidad inmobiliaria).

Muy de vez en cuando Luis, que ya tenía un influyente puesto de Oficial Mayor en la Secretaría de Gobernación, iba a visitar unos minutos a su madre mientras ella jugaba al póker con mis padres y todo el grupo de amigos.

En esos minutos, el Licenciado Echeverría seguía siendo un funcionario de Gobernación, de tal manera que no se relajaba, ni se aflojaba la corbata, ni por supuesto se tomaba una copa. Solo entrelazaba sus manos y daba vueltas y vueltas a la mesa por detrás de los comensales, y desde ese lugar privilegiado observaba muy serio y en silencio sus juegos y sus cartas, quizá detectando con un oscuro placer quien ganaría y quienes perderían la partida, quien blofeaba, pretendiendo engañar a los demás, quien arriesgaba todo y quien se resignaba a su suerte, todo como parte de las posibles opciones de ese juego de naipes que simula a la vida misma.

Pasados 15 o 20 minutos se acercaba a darle un beso a su madre y se despedía muy formal de todos los presentes, sin estrechar sus manos ni verlos a cada uno a los ojos, en un acto efímero que se repitió de manera previsible cada semana durante varios años.

En esas ocasiones, doña Cata les avisaba a sus compañeros de juego que su hijo iba a venir y les pedía de la manera más atenta que dejaran las fichas y aparentaran estar jugando sin apuesta, ya que a su hijo le molestaban enormemente ese tipo de prácticas y se las tenía estrictamente prohibido. Más de medio siglo después, estoy totalmente seguro que tanto la madre como el hijo sabían que en esos 15 minutos ambos estaban representando una simulación, en la que lo más importante no era el apego a la verdad, sino el hecho de que todos los comensales llevaran a cabo una representación de obediencia y respeto frente a la autoridad, encarnada por él mismo: una lección política que su Partido, el PRI, llevaba a cabo de manera cotidiana con maestría en todo el país durante aquella época.

Por ser tan íntimo y por venir desde dentro de las entrañas del monstruo, este es el mejor retrato de Echeverría que he escuchado. Una combinación de moralina y puritanismo impresionante.

Al escuchar la anécdota paterna, no pude dejar de pensar en ese poderoso secretario que simulaba atender y escuchar a los estudiantes y sus pretensiones de diálogo público, al mismo tiempo que se burlaba de ellos y los denostaba y satanizaba en la prensa en el 68 en columnas periodísticas como “Granero político”, que ni siquiera firmaba con su nombre, o al presidente que abrazó teatralmente en su momento a su colega Salvador Allende defendiendo orgulloso un supuesto antiimperialismo en la visita del gobernante chileno a México en 1972, pero que al día siguiente le envió como agregado militar a la embajada de nuestro país en la nación andina nada menos que a Manuel Díaz Escobar, el jefe de los Halcones, el cual se quedó muy a gusto en Santiago después del golpe colaborando con el genocida Pinochet a nombre del gobierno de México y enviando sus informes semanales a la Secretaría de la Defensa, según consta en los archivos, o finalmente, al mandatario que le ofreció su apoyo sincero al periodista Julio Scherer al mismo tiempo que daba luz verde a las espaldas de éste a los empresarios para boicotear al periódico Excélsior y ajustaba los detalles finales para orquestar el golpe de estado contra la dirección del famoso diario en 1976.

Se trata de todo un modus operandi que ya se asomaba en aquellas lejanas reuniones de póker realizadas en los años cincuenta, con el observador atento y silencioso que vigilaba los distintos juegos y calculaba las estrategias de cada uno de los jugadores, pensando quizá en cómo iba a enfrentar él mismo los problemas que le estaban esperando en la oficina a su regreso y en las cuentas que iba a ofrecerle a su Jefe en aquel momento, de las cuales iba a depender la única preocupación verdadera que tuvo a lo largo de su vida: el ejercicio del poder.

Investigador del Instituto Mora/Conacyt

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