Ana Carolina Gómez Rojas
Es bien sabido que las comunidades campesinas e indígenas que resisten desde lo local a la imposición de megaproyectos en México y América Latina están sometidas a muchos desafíos ambientales, económicos y culturales. Sin embargo, no suele ser tan visible la reflexión sobre los desafíos institucionales (y específicamente judiciales) que deben afrontar estas comunidades cuando defienden el agua y la vida en sus territorios.
¿Por qué deben defenderse judicialmente? Porque los distintos actores que se disputan el control de los territorios (empresas trasnacionales, gobiernos federales y estatales, grupos armados, entre otros) usan estrategias como la criminalización de la protesta, el uso desmedido de la fuerza pública, así como la amenaza, tortura y asesinato de líderes sociales con el propósito de intentar desactivar los conflictos. Esta situación obliga a las comunidades a gastar su tiempo y sus otros recursos en denunciar los abusos, recolectar pruebas, interponer derechos de acceso a la información, esperar la resolución de juicios de amparo y, en general, desgastarse en los pasillos de la burocracia judicial que suelen estar cargados de lenguajes y mecanismos técnicos a los que es difícil acceder y de los que no siempre se recibe una respuesta que contribuya a la defensa de los derechos vulnerados a las comunidades.
Una de las herramientas más valiosas para contrarrestar esta violencia institucional (entendida como las prácticas estructurales de violación de derechos por parte de representantes de los poderes públicos) ha sido el proceso de formación en conocimiento jurídico por parte de las comunidades. Tenemos en México casos como el del activista y defensor de derechos humanos Juan Carlos Flores quien se formó como abogado para dar la batalla al Proyecto Integral Morelos (PIM) a través de las vías legales. El costo, sin embargo, sigue siendo muy alto, pues ha sido víctima de varios atentados y estuvo en prisión durante 10 meses por cargos que no tenían sustento y que producen temor e incertidumbre para aquellos que defienden el territorio.
Juan Carlos Flores hace parte del Frente de Pueblos en Defensa de la Tierra y el Agua Morelos, Puebla y Tlaxcala (FPDTA), un conjunto de comunidades organizadas que se defienden frente a la imposición del Proyecto Integral Morelos. El PIM es un proyecto impulsado por la CFE desde 2011 que busca expandir los procesos de industrialización y urbanización en los estados de Morelos, Puebla y Tlaxcala. Está compuesto por cuatro obras divididas en dos proyectos: dos termoeléctricas, un acueducto y un gasoducto. En total, son 25 municipios transformados por el PIM. Además, en su recorrido de casi 160 km el gasoducto pasa, en diversos tramos, por zonas clasificadas por el Centro Nacional de Prevención de Desastres (Cenapred) como de peligro mayor, moderado y menor, asociadas con el Volcán Popocatépetl.
Si concentramos nuestra mirada en este caso, y específicamente revisamos los desafíos judiciales que ha tenido que enfrentar el FPDTA, es posible reconocer, al menos, cuatro procesos de alta tensión: el primero vino con el asesinato del líder comunicador comunitario Samir Flores, unos días antes de la realización de la consulta para aprobar o rechazar el megaproyecto en 60 municipios. Este violento evento no sólo produjo un inmenso dolor en las comunidades, sino que ha implicado una estrategia legal de cuatro años, para que se reconozca que el asesinato estuvo ligado a su condición de comunicador social. Fue así como la Fiscalía General de la República
atrajo el caso de Samir después de múltiples obstáculos, negligencias y ocultamientos por parte de la Fiscalía de Morelos.
El segundo corresponde al hostigamiento y rejudicialización de los defensores Miguel López Vega y Alejandro Torres Xocolatl por cargos de oposición a ejecución de obras públicas. Mientras que López fue detenido en 2020 después de haber participado meses antes en una manifestación colectiva en contra del entubamiento de las aguas del Parque Ciudad Textil Huejotzingo, y liberado dos días después; Torres Xocolatl fue detenido y liberado el mismo día en junio de 2023 por falta de pruebas. En ambos casos, los abogados defensores han tenido que intervenir con varios recursos legales para que los jueces declaren nuevamente la inocencia de estos líderes comunitarios, lo que revela el uso arbitrario del poder judicial.
El tercer caso es el del defensor y normalista Jorge Velázquez, docente de la comunidad de Amilcingo, quien ha sido hostigado durante los últimos años por las autoridades del Instituto en el que trabaja (por aparentes incumplimientos derivados de sus actividades como defensor de derechos humanos) al punto de ser removido de su cargo. Después de varios meses de disputa legal, el maestro logró ser reinstalado a finales del año pasado. Finalmente, se encuentra el caso de Jaime Domínguez, opositor a la termoeléctrica en Huexca, quien tuvo que esperar 10 años para que la Comisión Nacional de Derechos Humanos reconociera que había sido torturado durante una protesta. El grupo de abogados tuvo que activar mecanismos de derecho internacional como el Protocolo de Estambul para que Domínguez pudiera ser reconocido como víctima de tortura.
En todos estos casos, las comunidades han logrado resistir el embate legal, pero el costo sigue siendo muy alto, pues la energía que deben depositar en estos procesos podría estar usándose en el fortalecimiento del tejido comunitario y en la defensa más directa del agua y de sus formas de vida. Por ello, es fundamental que desde la academia sigamos fortaleciendo procesos de intercambio de herramientas jurídico-políticas de defensa del territorio para reducir la asimetría de la lucha.
Ana Carolina Gómez Rojas es profesora-investigadora en el Instituto Mora, dentro de la línea de investigación "Estado, actores sociales y conflictos medioambientales en América Latina, siglo XXI". Es politóloga con maestría en estudios latinoamericanos y doctorado en ciencias políticas y sociales.