Contrario a la promesa de acabar con la delincuencia “en un dos por tres”, el sexenio pasado terminó como uno de los más sangrientos de la historia al duplicar la cifra de homicidios de anteriores administraciones.
Asaltos, extorsiones, asesinatos y masacres que siembran la violencia y extienden el miedo —muchos de los cuales podrían calificarse como actos terroristas— y echan por tierra la supuesta percepción de que ese índice bajó “oficialmente” 3% en estos seis años.
Las aprehensiones de la operación “Enjambre” evidencian el grave involucramiento entre servidores públicos y la delincuencia organizada, asunto cuya profundidad y extensión es mayor a la que se pensaba.
La violencia criminal en Chiapas, Guerrero, Estado de México, Guanajuato y Morelos no es muy diferente a la de Sinaloa, entidad compartida entre el Mayo y el Moya, cuya pauta la marcan los criminales desde que se instaló la política de abrazos y no balazos, estrategia ampliamente criticada por instancias nacionales e internacionales debido a la impunidad solapada.
Esa extendida, grave y conocida forma de abandono de las responsabilidades, tuvo como excepción la CDMX, que entregó resultados positivos en medio de la vorágine de malestar que cubre gran parte del territorio nacional. Ante la evidente complicidad y connivencia entre autoridades y delincuencia organizada, la estimación del Comando Norte de Estados Unidos, de que la tercera parte del territorio nacional se encuentra en manos de la delincuencia, parece quedarse corta.
¿Por dónde empezar? Difícil responder cuando las arcas públicas carecen de recursos para atender el problema en sus dimensiones municipales, estatales y federales. Los contados cimientos institucionales construidos años atrás fueron borrados con el desmantelamiento de la policía federal. Lo mismo ocurrió con el desarrollo de las policías municipales y estatales, hoy fuertemente infiltradas por la delincuencia.
La “operación Enjambre” es un logro importante para la seguridad nacional, desgraciadamente no es resultado de una estrategia sistemáticamente planeada y ejecutada, sino un hecho aislado. No hay duda de que el secretario de Seguridad Ciudadana, Omar García Harfuch, es capaz de dar buenos resultados, así lo acredita su trabajo en la capital, pero necesita el apoyo real, no sólo legal, de las instituciones de seguridad pública.
¿Qué podemos exigir al secretario si carece de policías para operar? Aun cuando la Constitución le reconoce preminencia sobre las dependencias encargadas de la seguridad (Defensa, Marina, Guardia Nacional, estados y municipios), es ingenuo suponer que soldados y marinos aceptarán someterse a un mando civil.
Por su doctrina, organización y formación, las fuerzas armadas no están capacitadas para realizar con eficiencia labores policiales. Ahí están los casos de Morelos y Sinaloa, repletos de personal de la Guardia Nacional, pero siguen imperando los secuestros, asaltos y asesinatos.
Lo mismo ocurre con las policías estatales y municipales. A pesar de que el artículo 121 constitucional establece que las entidades federativas deben cumplir las leyes federales en materia de seguridad, ¿están dispuestos los gobernadores a coordinarse con el secretario federal para actuar como ordena la Constitución?
El reto que enfrenta la seguridad pública es enorme. No se trata sólo de reinstalar a la policía federal, sino de trabajar coordinadamente desde las policías municipales, estatales y federales; y articular a las procuradurías, fiscalías estatales y a la judicatura, pues es ahí donde los vacíos son más dañinos para el sistema de justicia. Combatir la delincuencia sin tocar a policías, ministerios públicos y jueces, sólo fortalece la complicidad.
Si la oportunidad de un cambio de perspectiva no se aprovecha y permanece la inercia, será imposible revertir los malos resultados. El titular de la SSPF parece tener claro el camino, la pregunta es ¿le darán las herramientas necesarias para operar?
Notario, exprocurador General de la República