Cualquier reforma que se proponga mejorar de fondo la justicia en México requiere un enfoque integral que incluya la revisión y análisis de todos los eslabones que la forman, desde el papel de la policía preventiva y de investigación, hasta el ministerio público y sus órganos auxiliares, así como la readaptación social.
Más que preguntarse cómo designar jueces haciéndolos participar en una especie de “hit parade” de la popularidad, habría que saber y precisar cómo superar y acabar con la impunidad e ineficiencia que deja sin castigo 98% de los delitos y alimenta la inejecución de sentencias en el fuero civil y familiar.
El dogma de “atender la voluntad del pueblo” no logra hasta hoy que sus promotores expliquen cuál es la relación causal entre la elección popular de jueces y la reducción de la corrupción o la mejor impartición de justicia. La ausencia de argumentos sigue siendo absoluta.
Aunque se han evidenciado los graves riesgos de elegir de e se modo a los miembros del Poder Judicial, quienes defienden la postura insisten en que deberán buscar la empatía con la población, más que garantizar la capacidad y experiencia en el ejercicio de su función.
Quien sostenga que una simple elección puede resolver los problemas y tropiezos de la injusticia, le está tomando el pelo a la opinión pública. Para convertirse en juez, un aspirante debe contar hoy con una larga trayectoria y atravesar por un arduo concurso de oposición que asegura la calidad de sus conocimientos y un desempeño profesional que posibilite la correcta impartición de justicia.
Una decisión popular no necesariamente es una decisión correcta, ejemplo de ello es el Brexit inglés, que dejó en manos de la población decisiones de gran impacto que provocaron una crisis política, social y económica de la que aún no se recuperan.
La mayoría de la población cree que el Poder Judicial abarca todo el sistema de justicia; es decir, meten en el mismo paquete a juzgadores, fiscales, ministerios públicos y policías. Es verdad que son entes interdependientes, pero conforman instancias, competencias y poderes diferentes, y es en estas otras instituciones, no en la judicatura, donde más anida la corrupción.
Esta confusión hace que se achaque a los jueces conductas o desviaciones que corresponden a las fiscalías y terminen cargando ante la opinión pública el peso de las insuficiencias o ineficiencias de la policía y del Ministerio Público, algo muy notorio cuando ponen en libertad a personas que han sido detenidas fuera de los plazos constitucionales, con faltas al debido proceso que originan violaciones graves a los Derechos Humanos.
Por otra parte, si Morena quiere justificar la iniciativa con una encuesta, recordemos que en diciembre otro estudio de opinión señaló que 74% de la población considera que el gobierno es corrupto. Bajo esa premisa ¿no debería también reformarse el Poder Ejecutivo y permitir que los ciudadanos elijan por voto popular a los secretarios de estado y a toda la burocracia?
Si lo de hoy es realizar encuestas, cualquiera revelaría que la mayoría de los mexicanos, aun el propio presidente, no conocen la auténtica función y competencia de la Corte, quien tiene a su cargo la custodia de la constitucionalidad de los actos de todos los poderes y como consecuencia la justicia.
A pesar del intercambio de opiniones entre expertos, académicos, políticos y miembros de la Suprema Corte, todo indica que los legisladores aprobarán a rajatabla una propuesta que no es acorde ni con la verdad ni con la razón, dos elementos indispensables para aspirar a tener un mejor sistema de justicia en nuestro país.
Si se confirma que estos espacios de diálogo en realidad sólo son una simulación estéril, la preocupación de los inversionistas quedará confirmada. Poco importarán las promesas de prudencia y mesura cuando la única realidad es que un Congreso sin contrapesos puede aprobar cambios a la Constitución movidos por la pulsión y apartados de la razón.