A su manera, con sangre y fuego, sembrando impunemente miedo e inseguridad, la delincuencia organizada ha logrado —como nunca antes— establecer en vastas regiones de nuestro país la base firme de un estado paralelo: ejerce control territorial, cobra “impuestos” y aplica su ley.

Esta calamidad no es un problema teórico del estado moderno, sino el resultado de la decidida renuncia a éste y la cesión de espacios a quienes pueden imponerse por la fuerza.

La negación del desbordamiento criminal y las consecuencias que esto tiene se hace desde la cúspide del Ejecutivo federal, que prefiere confrontarse con los obispos de la iglesia católica y la comunidad judía, antes que revisar siquiera la supuesta “doctrina” que da cobijo a la impunidad bajo la cómoda oferta de tratar con abrazos a quienes matan, secuestran, cobran “piso” e inciden incluso en procesos y resultados electorales.

Se ha hecho un lugar común señalar que el gobierno carece de planes y estrategias para controlar el desbordamiento criminal, cada vez más normalizado en la vida nacional.

Que la inseguridad es un problema añejo y transexenal ni quien lo dude, baste señalar que el jefe de la célula criminal que ejecutó en Chihuahua a dos sacerdotes jesuitas tiene orden de aprehensión desde hace más de 4 años.

Pero las preguntas sin respuesta se multiplican hoy, en riguroso presente: ¿Hasta dónde dejarán crecer los hechos violentos? ¿Por qué el gobierno no ha intervenido con decisión y apego a la ley para arrestar a los criminales? ¿Por qué hunde en el miedo y expone a la sociedad hasta estos extremos? ¿Sabrá que el cobro de piso se ensaña hoy hasta con el comerciante de un puesto semifijo de 10 metros cuadrados?

Cuando un problema de seguridad se sale de control, el estado mismo queda sin medios de defensa, como el uso legítimo de la fuerza pública. A su alcance quedan entonces las acciones extremas fuera de la ley. La guerra sucia de los 60-70, acabó con brotes de violencia y de insurgencia guerrillera. Pero el costo hasta la fecha no lo superamos.

El Ejército no está diseñado ni en la doctrina ni en la preparación de sus elementos, para trabajar con técnicas policiales, apegado a la legalidad, a los derechos humanos y a la compleja formalidad de los procesos penales. Responsabilizarlo de la inseguridad será asistir a otro fracaso.

En la reforma constitucional de 2019 que creó a la Guardia Nacional, se estableció que el 24 de marzo de 2024 las fuerzas armadas se retirarían de realizar tareas de seguridad pública. Hoy se prepara para 2023 la reforma legal que formalizará su adscripción a la Sedena.

Los violentos se han vuelto intocables bajo la orden general de no actuar y no investigar. La federación no ha convenido con estados y municipios ni un solo plan efectivo para frenar el avance del crimen organizado. Tan es así que hoy la CDMX, donde no intervienen instancias policiales de la seguridad pública federal las alcaldías y la policía local logran mejores resultados en la persecución y contención criminal.

En el 2024, como se ven las cosas, el problema número uno en seguridad pública, será la violencia, el robo y la extorsión y el efecto distorsionante que esto tiene en las actividades económicas.

El camino para recuperar la seguridad, construir tranquilidad y paz social está en apegarse a la Constitución. Efectivamente, la ley es la ley, algo muy diferente a la ruta del abandono y el dejar hacer y dejar pasar seguida abiertamente desde 2019. Una estrategia con resultados y avances verificables, es lo único que evitará la caída libre en el precipicio de la inseguridad, de la anomia social y el peligroso acorralamiento del Estado.

Notario, exprocurador general de la República

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