El empeño presidencial por lograr reformas que den al gobierno la facultad de suplir funciones del INE está muy desgastado. Incluso el PT y PVEM, aliados de Morena, decidieron discutir primero la letra chiquita de un proyecto en el que también llevan la de perder.
Todos escudriñan la propuesta para descubrir sus dobles intenciones, azucaradas por fuera, pero amargas por su significado y efectos ocultos, es una manzana envenenada.
Con los cambios al 54 constitucional se omite una fracción que es símbolo de una democracia madura: “Ningún partido podrá contar con más de 300 diputados por ambos principios”. Un sensato precepto que impide a un solo partido modificar la Constitución en caso de obtener 66% de los votos. Y no sólo eso, de aprobarse la reducción de diputados, de 500 a 300 sin limitar el número de diputaciones por partido, bastarían 200 para cambiar la Constitución, sin necesidad de consenso alguno (hoy la mayoría calificada requiere 330 diputados, de acuerdo con el artículo 135 que exige dos terceras partes del Congreso).
De no tenerse un candado jurídico que lo impida, se estará consolidando el nacimiento —sueño de todo dictador— de un partido con estructura, apoyos de gobierno y recursos casi ilimitados para decidir cualquier cosa, incluso enajenar el territorio si lo deseara. Sobra suponer que un poder como ese quedaría a merced de las decisiones, inclinaciones ideológicas o motivaciones personales de quien lo encabece.
El tema adquiere angustiosa relevancia porque han sido estos diques legislativos los que impiden, hasta hoy, que Morena actúe y decida como le venga en gana y al antojo de su fundador. Con dificultad la oposición ha logrado activar instrumentos que frenen reformas tan cuestionadas como la energética o la electoral.
Otro de los guisos amargos disfrazados bajo una cubierta de vainilla es el padrón electoral, hoy bajo la integración y resguardo del INE, pero que en la propuesta desaparece de sus atribuciones, lo cual lleva a pensar que pasaría a ser integrado por alguna instancia de la Secretaría de Gobernación, junto con la credencial para votar que hoy sirve como cédula de identificación y los tan codiciados datos de los electores.
Ante las presiones para obtener esa información, que atenta contra la protección de datos, se abriría la puerta para operar artimañas de ingeniería electoral como rasurar la representación en bastiones opositores e inflar los distritos donde el partido oficial es mayoría.
Tanto en su parte visible como en la encubierta es evidente que la propuesta de reforma electoral pretende concentrar aún más el poder de gobiernos surgidos de partidos hegemónicos restaurados, como sucede con varios países latinoamericanos con los que el presidente suele manifestar gran empatía política.
Una verdadera reforma debería plantearse, por ejemplo, qué hacer ante el involucramiento del crimen organizado en los comicios electorales o el acoso sistemático contra candidatos no dóciles a intereses criminales. Y qué decir de la necesidad de mecanismos de reparto más justos y equitativos de financiamiento para que los partidos minoritarios enfrenten con menos desventaja al partido en el poder, sin verse orillados a aliarse con grupos con los que –sin compartir principios, valores u oferta de gobierno— terminan agachados con tal de sobrevivir.
Como la reforma constitucional propuesta será desechada, sus promotores anuncian un plan B con cambios a leyes secundarias que pueden ser aprobadas por mayoría simple y de madrugada. Si tales intentos son inconstitucionales, aun así podrían avanzar al amparo de los subterfugios de una SCJN temerosa de aprobar una declaratoria de inconstitucionalidad, plegados sus integrantes a la influencia que sobre ellos tiene su aún ministro presidente.
Es tanto y de tanto fondo lo que ahora se dirime, que la suerte está echada (alea iacta est) y lo que resulte dejará huella profunda para la historia de México, la democracia y la vida de los mexicanos.