Diferencias aparte (muchas y profundas por la distinta arquitectura de sus sistemas de gobierno) el 2019 nos permitió ver un rasgo común y profundo entre Donald Trump, Evo Morales y López Obrador: como jefes de estado y de gobierno han acreditado de sobra su incomodidad ante las obligaciones y los límites que les imponen sus constituciones.

Los tres han escrito en su momento páginas inéditas del incumplimiento de las obligaciones constitucionales. No hay un previsible buen final para los dos primeros, con más tiempo de ejercicio en el poder que el mexicano. Evo de plano, vio su cierre de ciclo con su violenta defenestración en un golpe de timón ampliamente popular, aunque apoyado por mano militar.

Bajo la silla presidencial, Trump resiente algunas incómodas primeras espinas colocadas por los demócratas de la Cámara de los Representantes, que pretenden llevarlo a enfrentar un juicio político. Es improbable que lo logren, pero la acción y su fuerza mediática nos hace recordar las sanciones a las que se expusieron Richard Nixon por sus trampas electorales en la saga del Watergate y Bill Clinton por haber mentido bajo juramento en el caso de la becaria Lewinsky.

En el asunto Watergate, la maquinaria judicial y política estaba preparada para juzgarlo y expulsarlo de la presidencia, al encubrir el espionaje a la sede del partido Demócrata y obstruir las investigaciones que realizaba el Congreso. Como sabemos, Nixon prefirió renunciar antes del juicio.

Bill Clinton también fue acusado de perjurio y obstrucción a la justicia al ocultar su relación afectiva con la becaria de la Casa Blanca. Si Trump llegara a ser llevado a juicio será el tercero en sentir que en los Estados Unidos la presidencia siempre termina sometida al imperio de la Constitución y de las leyes.

Evo Morales, asilado en Argentina, estará bajo la lupa de la justicia boliviana tras su fallido intento de reelegirse por cuarta ocasión a pesar de la prohibición constitucional, basado sólo en encuestas tramposas y truqueadas.

Cuando la Constitución tiene una clara supremacía sobre los partidos y los protagonistas del quehacer político cotidiano, suele ser cosa de tiempo que se articulen y se presenten acciones y reacciones correctivas.

En nuestro país es cada vez más incierto cuál pueda ser el límite constitucional ante las decisiones presidenciales. Vulnerada en distinto grado por todos los presidentes, la Constitución se le invocaba como eje jurídico rector de las acciones de gobierno. Ahora ni eso.

El presidente López Obrador suscribe memorandos para no aplicar artículos constitucionales que considera frenan su gobierno, como sucedió ante la reforma educativa. Cualquier edicto o disposición conculcatoria de la Constitución, intenta justificarla argumentando el carácter injusto de la propia ley. Esto podría ser, en otros países, elemento para anticipar la sujeción a juicio político y destitución del cargo contra quien así actúa.

En México, la recomposición al interior de la SCJN no permite vislumbrar capacidad para enfrentar las decisiones presidenciales desde ese foro. Otros son los cuestionamientos y riesgos políticos para el presidente de México, pero ninguno, de momento comprometedor y tampoco desde un legislativo donde los representantes del partido dominante corean: “es un honor estar con Obrador”.

La Constitución representa el pacto social que un pueblo instituye por medio de los Constituyentes para tener órganos de gobierno, regular la relación del poder con la sociedad y de la población entre sí. El pacto federal y las competencias entre los distintos poderes y niveles de gobierno se expresan con normas que contienen el deber ser y las obligaciones y prohibiciones que debe acatar el poder público y, por otra parte, los deberes, derechos y obligaciones de los ciudadanos.

Al protestar (jurar) que cumplirá y hará cumplir la Constitución, un gobierno asume un mandato enmarcado en normas que debe respetar, cumplir y aplicar. Muchos mexicanos creímos que fortalecer instituciones y rescatarlas sería prioridad de un gobierno surgido de las elecciones de 2018, lo que hemos visto son los pasos de desmantelamiento progresivo.

El desinterés por respetar nuestra Constitución, está en el espíritu del caso bajacaliforniano de Jaime Bonilla, al frente de un gobierno morenista que acumula un récord de denuncias por actos de corrupción de sus colaboradores, y promotor de una ilegal prórroga al periodo de su mandato.

La contracultura constitucional ya está suelta. Respira y se nutre a veces en hechos que parecen menores, como la modificación de la Ley del Fondo de Cultura Económica para ajustarla a medida de las necesidades políticas cuando la persona escogida para dirigirlo está deslegitimada para ocupar esa posición. Ni qué decir de la CNDH, encabezada por una persona con cargos partidistas que no reúne los requisitos del texto expreso de la ley y de la Constitución.

¿Algún día los políticos entenderán que no son impunes y que tampoco son dueños del país, y que incluso regímenes monárquicos sujetan al rey y a la corona al imperio de la Constitución? Es Navidad, digo. Se vale soñar

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