Desde que dividió a los mexicanos en dos grupos (progresistas-liberales y reaccionarios-conservadores), el Presidente ha seguido cultivando la más extrema polarización entre los mexicanos de que se tenga registro en la inmediatez de una elección federal.
Hoy, su populismo representa la más grave distorsión de los conceptos, valores, procesos e instituciones democráticas logrados en medio siglo, al menos desde la primera reforma política que transformó las reglas que mantuvieron al frente del gobierno a un mismo partido durante siete décadas.
En pocas semanas sabremos si esa polarización —que incluye a cuando menos 20 millones de personas beneficiadas directamente con pensiones que pagamos todos los contribuyentes— basta para perpetuar el proyecto obradorista diseñado a imagen y semejanza de su principal impulsor. Si por conservadores se entiende a todos los que estamos en desacuerdo con su gobierno, nos puede anotar a cuando menos 60 millones de mexicanos inconformes.
Si le molesta la división y separación de poderes, de manera particular la dignidad demostrada por la Suprema Corte en su defensa de la Constitución. Si ser conservador es defender los derechos de los ciudadanos y señalar los atropellos desde el poder y amenazas a la libertad de expresión de los periodistas incómodos, de los medios de comunicación que lo critican y de los órganos autónomos, yo soy conservador.
Si defender el derecho de atención médica de los niños con cáncer, el reparto o distribución nacional oportuna de medicinas, la atención institucional eficiente a la salud de los más pobres, las condiciones dignas que merecen los enfermos que van a clínicas y hospitales públicos, me convierte en conservador, entonces lo soy.
Si es de conservadores solicitar que no se endeude peligrosamente al país para cubrir proyectos que dejarán una deuda pública histórica, superior a los 4 billones de pesos (que habremos de pagar durante muchos años), que me califiquen como conservador.
Si demandar una educación de calidad, seguridad y justicia en todo México y una democracia no sólo electoral sino como forma de vida para que los ciudadanos sean partícipes activos de la vida política y no simples espectadores o marionetas del poder, que me apunten como conservador.
Si exigir la rendición de cuentas, la transparencia y el acceso a la información como norma, y limitar a casos verdaderamente excepcionales y de seguridad nacional la secrecía en la información de las obras públicas, que me apunten entre los conservadores por exigir que las cuentas públicas sean siempre públicas.
Si el conservadurismo es ser enemigo de la corrupción y estar contra de la asignación y manejo de contratos sin concurso, de las adjudicaciones directas, de los negocios tolerados de familiares y amigos que se enriquecen a ciencia y paciencia del gobierno nulificando a los organismos de control y supervisión del gasto público, soy el más conservador de todos.
Si pedir seguridad en las calles y exigir freno a la cadena de asesinatos que rebasan 181 mil mexicanos dolosamente asesinados en lo que va de este sexenio y más de 100 mil personas desaparecidas, si denunciar la impunidad que hoy prevalece me convierte en conservador, me reconozco como tal.
El Presidente seguirá empeñado en hacer creer que ser conservador está reducido a la clase media aspiracionista y que los pobres deben comprometerse con él por sistema. Es una locura. Seguirá utilizando el calificativo “conservador” peyorativamente para tratar de heredar a Sheinbaum más odios contra quienes no acepten su proyecto.
Si defender la seguridad jurídica, la legalidad, el estado de derecho y la honestidad es ser conservador, no me da ninguna vergüenza serlo. Me asumo orgullosamente como tal y sumaré mi voto al de millones de otros que pensamos igual.