Resulta cuando menos extraño que un Presidente saliente envíe y promueva 18 iniciativas de reformas constitucionales al final de su mandato. Un movimiento así es propio del inicio de un gobierno, cuando se afinan rumbos y se establecen directrices, no cuando un sexenio languidece y el tiempo apremia para concluir pendientes y entregar el poder de manera ordenada.

Definir proyectos le corresponde a quien resulte triunfador en la contienda presidencial y reciba la estafeta. Sin embargo, parece existir un afán de seguir controlando el poder aun a la distancia mediante un cambio profundo de la estructura republicana, alterando incluso la esencia del poder judicial y los procedimientos de elección de sus integrantes.

Abundan signos de la pretensión por consolidar un caudillismo unipersonal y populista, un presidencialismo autócrata como el de Venezuela, Nicaragua y Cuba, con una Constitución a modo que permita continuar sin reserva ni contrapeso todos los proyectos que puedan ser cobijados desde una hegemónica 4T. La reciente frase presidencial de que por encima de la ley está su autoridad moral exhibe de nuevo los rasgos sabidos de un talante dictatorial y personalidad narcisista.

El desbordado activismo presidencial sirve también como ininterrumpido acto de campaña para mantener la mayor intención del voto y como plataforma para la diaria reiteración de que sin la mayoría calificada en las cámaras será imposible sacar adelante las reformas prometidas, algunas de ellas abiertamente amenazantes.

Aunque en 2018 tuvo la mayoría necesaria para aprobar las reformas, no lo hizo, por ello su insistencia en cambiar la Constitución manifiesta una motivación escondida: dejar amarrado un entramado que le permita seguir ejerciendo poder sobre una candidata y sucesora a la que pueda manejar a su antojo, manteniendo también control absoluto sobre el Congreso.

Sus dichos y opiniones manifiestan abierta incomprensión y desprecio a la Constitución y a las leyes. Se aleja así de la división de poderes al negar la igualdad entre ellos, esencial en una república democrática y federalista. Su mal trato a los jueces lo lleva a exhibir incluso a un expresidente de la SCJN como colaborador atento y obsequioso de sus indicaciones y su brazo ejecutor dentro del poder judicial, además de cómplice en violaciones a la Carta Magna.

Si el Presidente realmente hubiera tenido la intención de hacer una transformación en el país, lo primero era brindar seguridad a los ciudadanos y buscar la paz social que tanto pregonaba; en cambio, sus omisiones complicitarias con la seguridad pública han propiciado el desastre en que vivimos. No hay semana sin que ocurra una masacre.

El número de muertes violentas evidencia el avance en el control territorial y político de localidades y regiones del país a manos de los diferentes grupos del crimen organizado, indicativos de la gestación de un narco Estado.

Otras muertes evitables son evidencia de un derrumbe institucional en la salud pública y de una pésima gestión durante la pandemia. Aún está por verse el efecto de la crisis del agua, que parece encaminada a ser apocalíptica.

Más allá de la elección de Presidente y de diferentes autoridades, el 2 de junio elegiremos entre dos modelos de país: el que se encamina hacia la destrucción de una democracia lograda con muchas dificultades y esfuerzos, o un modelo que rescate la ruta del respeto a la separación de poderes, de instituciones que hagan contrapeso social al presidencialismo exacerbado, con respeto a los derechos humanos, rendición de cuentas y transparencia en el uso de los bienes públicos.

El inicio oficial de las campañas esta semana brindará la oportunidad a quienes aspiran a ganar la Presidencia, de enviar señales para definirse y definir el modelo de país que quieren para México. Es tiempo de extremar los sentidos y fortalecer la república democrática federal con nuestro voto.

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