El sexenio de López Obrador se extingue y con él varios importantes avances alcanzados durante el último cuarto de siglo –entre ellos, la rendición de cuentas, la transparencia, el acceso a la información y la vigilancia de la administración pública desde diversos organismo s autónomos constitucionales, hoy próximos a desaparecer o llevados a una extrema debilidad que los nulifica.
Con la crisis de seguridad, educación, salud pública y la creciente inflación como telón de fondo, millones de personas padecen las secuelas del descuido, la ausencia de planeación y la falta de mantenimiento de los servicios públicos básicos.
Son muchas y muy diversas las “pequeñas calamidades” que, al sumarse, van acostumbrando al ciudadano a normalizar el conformismo y aceptar la eterna crisis de transporte, las frecuentes inundaciones, los cortes en el suministro de agua y de energía eléctrica y otras realidades evitables cuyo común denominador es la imprevisión, la irresponsabilidad y falta de compromiso de los responsables de la administración pública.
La madurez que creímos haber conquistado con la transición democrática del año 2000 parece cada vez más una ficción. Lejos de fomentar la participación ciudadana y la capacidad de exigir y vigilar el funcionamiento de los gobiernos surgidos de elecciones democráticas, el presente premia y legitima el ascenso al poder de bufones y autócratas que ignoran y evaden las responsabilidades que impone la administración pública, dispuestos a demoler incluso las instituciones que les permitieron llegar al poder.
El ciudadano de carne y hueso se convierte rápidamente en el protagonista olvidado de la incompleta e imperfecta democracia mexicana. En cualquier conversación “progre” se critica el pasado y la larga etapa de la “dictadura perfecta” o del llamado “periodo neoliberal” y de la época porfiriana, pero —toda proporción guardada– es innegable que en esos periodos el país logró expandir la educación, los servicios de salud y las redes ferroviarias y de carreteras. En este gobierno, México pasó de 20 millones de habitantes sin cobertura médica a 50 millones. El gasto para atender el cáncer infantil pasó de 500 millones en 2016 a sólo 21 millones en 2021, 97% menos. Lo mismo ocurre en muchos otros ámbitos sociales.
En el México de hoy, con obras inacabadas de dudosa eficiencia y con sobrecosto, el sentimiento de que la autoridad debe servir al ciudadano, rendir cuentas y ser eficiente al administrar recursos públicos se ha diluido, tanto o más que la noción política de que los diputados deben reflejar y expresar el sentir de los ciudadanos y los senadores representar las necesidades de las entidades federativas.
La democracia liberal está desprestigiada, cada vez más jóvenes parecen dispuestos a apoyar en las urnas modelos autocráticos o abiertamente dictatoriales, regímenes anclados en la retórica de la confrontación entre izquierdas y derechas, propia del siglo pasado. Está por verse si surgen nuevamente, como en 1968, espacios plurales de participación democrática que los liberen de seguir siendo piezas fáciles del actual clientelismo electoral cada vez más parecido al del peor priismo de antaño.
Mucha de la indiferencia y confusión del ciudadano se debe a los fracasos e insuficiencias que genera una administración pública fallida, dispuesta a culpar al pasado, pero incapaz de resolver problemas del presente y que rehúye, por lo mismo, cualquier compromiso con la transparencia y la rendición de cuentas.
No hay Estado sin administración pública, ni administración pública sin Estado. Sin embargo, en México padecemos la contradicción lamentable de una administración pública que incumple con su razón de ser, la de servir al ciudadano; en cambio somos testigos de un Estado cada vez más empoderado, pero despreciativo e irresponsable en sus obligaciones como garante de la seguridad, la salud, la educación e impulsor del crecimiento y el desarrollo. Así las cosas.
Notario, ex Procurador General de la República