Hasta hoy, el gobierno ha despreciado toda voz de alerta en su afán por lograr la conversión militar absoluta de la seguridad pública en todo el país. Parece claro, al menos, que eliminar el carácter y el mando civil de esa función fundamental es inconstitucional y por ello, jurídica y políticamente esa propuesta está herida de muerte.
Aunque la mayoría legislativa del partido oficial en la Cámara de Diputados logró la aprobación inicial, no ha sido igual con los senadores, que no han dado hasta hoy su brazo a torcer ni han sido dóciles para apoyar la nueva e incierta aventura presidencial a pesar de las amenazas.
Surgirá una acción de inconstitucionalidad y las reformas propuestas entrarán en letargo al menos hasta la mitad del 2024. La agenda sobre la GN es compleja: incluye reformas en leyes secundarias que dan mando, estructura y jerarquía militar a ese cuerpo y lo llevan a una abierta supraordenación castrense, aunque no le conviene al Ejército que el Presidente claudique de su responsabilidad.
Otro punto de atención en este delicado asunto es la posibilidad de que nuevos ministros de la SCJN apoyen la propuesta presidencial, con tal de evitar el regaño y casi seguro alud de insultos, por más que son numerosos en todo el mundo los casos de jueces que deciden en conciencia defender la Constitución ante propuestas que la vulneran. Cabe la esperanza de que eso ocurra, ya que algunos ministros han votado con independencia.
Es paradójico que hace cuatro años quien más censuraba cualquier expresión de militarización de la seguridad pública como obligación del Estado, es hoy el primer impulsor de la suplencia civil en ese y otros terrenos de la administración pública federal, creando de hecho un cogobierno castrense que se extiende sobre la vida civil en las aduanas, las comunicaciones, las obras públicas, la dispersión de programas sociales y hasta en la interlocución federal con los estados.
Es previsible que la aprobación de la propuesta presidencial tenga efecto transexenal, pese a los resultados reprobatorios en materia de seguridad pública. Este gobierno tiene registros superiores a los anteriores (126 mil homicidios dolosos entre 2012 y 2018 ante 139 mil contabilizados en menos de cuatro años). Además de cobrar vidas, la inseguridad es factor inflacionario en los alimentos.
Nadie duda de fondo de la presencia necesaria de las fuerzas armadas en tareas de seguridad pública; a esto nos ha llevado el histórico abandono gubernamental acumulado en varios sexenios. En este, se desmanteló la Policía Federal y se ha seguido una ruta anti federalista y concentradora de facultades, contraria a la necesidad de atender la seguridad de acuerdo a la realidad delictiva de cada estado y de los grandes municipios.
No será de golpe y plumazo, ni presionando o amenazando a legisladores y opositores políticos —de aquí al 5 de octubre cuando el Senado vuelva a discutir la propuesta— como podrán subsanarse definiciones jurídicas tan importantes como establecer el carácter transitorio y no permanente de la presencia militar, la condición complementaria y no supletoria de esta y su extensión no abierta, sino limitada. Con la rauda aprobación a la iniciativa, su principal promotor se lavará las manos y el culpable será el Ejército.
Ante uno de los reclamos sociales más fuertes al anterior gobierno, AMLO aseguró que en 2 años tendríamos seguridad. Llevamos cuatro y cada día estamos peor.
La ruta hacia la seguridad pública es distinta a la manera en que este gobierno la ha abordado. Para imponer su visión e intereses está repitiendo el camino que tanto le criticó al gobierno anterior cuando la polémica reforma energética de 2013 o la reforma eléctrica de 2022. Y hoy aplica su propia versión del célebre y despreciable “cooperas o cuello”.