El comportamiento de la mayoría de los diputados los ha convertido en un simple eslabón en la cadena de mando del poder Ejecutivo. Cinco años de complacencia a las órdenes del Presidente los han alejado de los intereses de los ciudadanos, principal característica de una verdadera democracia.
En Estados Unidos, con casi 332 millones de habitantes, sólo hay 435 representantes y 100 senadores. En México, con 127 millones, la cifra de 500 diputados y 128 senadores es francamente desproporcionada.
El poder legislativo en México tiene un alto costo económico. El sueldo de cada diputado no son los 75 mil pesos que aparecen en los portales del Congreso. Además de su dieta mensual reciben un salario integrado en función de las actividades que realizan en las diferentes comisiones legislativas, así como prestaciones y condonaciones diversas que representan un monto cada vez más abultado. Si al congreso federal sumamos los congresos locales, la cantidad se duplica.
Es público y notorio que los diputados, una vez votados y elegidos, parecen no tener un verdadero interés por representar a nadie más que a ellos mismos y a sus partidos. Difícilmente se acercan a su distrito para conocer el sentir de quienes los eligieron; por el contrario, la mayoría se guarda entre los muros del recinto legislativo para integrarse a un “club de levantadedos” dispuesto a aprobar cuanta ocurrencia le pase por la cabeza al Ejecutivo, sin cambiar siquiera una coma a las iniciativas que reciban del oficialismo.
Para nadie es un secreto el interés de Morena por afianzar su presencia legislativa en 2024. Cuentan ya con la mayoría en 19 congresos estatales y buscarán replicarlo en el federal para alcanzar el ansiado sueño de modificar la Constitución a entendimiento, voluntad y capricho presidencial.
Con un congreso tan inclinado hacia una de sus facciones, la oposición se vería sofocada y sin poder de negociación para incidir en las decisiones, que seguramente serían decretadas sin discusión o análisis obligatorio acerca de la pertinencia o no de aprobarlas.
Sólo una ciudadanía activa políticamente y protagonista en el proceso electoral, que defienda la democracia y exija atención a sus reclamos, podrá evitar que los diputados sigan siendo fieles servidores del Presidente a costa de la marginación de sus representados.
Los ciudadanos vivimos hoy un abandono sin precedente por parte de nuestros representantes legislativos. Mientras los problemas de seguridad, salud y educación se agravan, el interés de los diputados es hacer hasta lo imposible por concluir los proyectos sexenales del obradorato. ¿De qué otra forma se entiende la complaciente aprobación para redirigir recursos de los fideicomisos a obras emblemáticas del gobierno? ¿Cómo justificar que en el presupuesto de 2024 se abandone el sistema de salud mientras se asignan montos millonarios a las llamadas obras insignia?
En su afán de sumar la mayor cantidad de escaños, los partidos echan mano de figuras públicas, otrora deportistas, actores y actrices carismáticos, pero con nula preparación legislativa y un enorme desconocimiento de la ley. Esta curiosa integración hace del recinto legislativo un circo donde igual se puede discutir el futuro del país, que rendir homenaje a la agrupación musical del momento o ver figuras humanoides como evidencia de vida extraterrestre. El país puede caerse a pedazos y requerir leyes y reformas trascendentales, pero es más taquillero y mediático voltear al firmamento en busca de hombrecillos verdes.
Para escapar de la trampa, los ciudadanos, sin importar filias políticas, debemos plantearnos cómo redefinir el papel del Presidente, fortalecer la independencia de los jueces y recuperar el papel crítico de los diputados y su responsabilidad ante los electores. No hacerlo prolongará el rumbo que una pequeña minoría decida, independientemente de una población urgida de legisladores responsables y conscientes de su hoy casi olvidada representación.