El populista tiene piel de demócrata pero alma de tirano. El pueblo habla pero yo soy su intérprete, parece decir en cada uno de sus actos. Las instituciones anteriores a su advenimiento, languidecen hasta sucumbir en cualquier mazacote ideológico que permita todos los días su perpetuación funcional.
Hoy la destrucción de las democracias, en América Latina y en otras partes del mundo, no va acompañada de invasiones militares, ni de revoluciones con guerrillas que derrocan el statu quo. El populismo de hoy no se abre paso con balas, sino con votos.
Es cierto. A lo largo del siglo XX, se multiplicó la creación de riqueza, tanto como su concentración. Las sociedades democráticas avanzaron poco o retrocedieron en el combate a la desigualdad y a la injusticia, fuentes innegables del hartazgo que encumbra a los liderazgos populistas.
El fin de los sistemas democráticos, su pasmo y transformación --en algo que aún no sabemos qué será--, se hace desde sus propias reglas electorales. La apertura democrática posibilita la llegada de “personajes” cuyo programa esencial estriba en ofrecer reformarlo todo. Las imperfectas instituciones conocidas se vuelven inservibles en aras de un supuesto combate a la pobreza, a la corrupción, o de una “nueva” educación, de una “nueva” moral, etc. Como en los hechos, la salud y la educación empeoran cuando se les mide con las técnicas conocidas, se instituyen “nuevas” métricas en las que cabe cualquier absurda subjetividad impregnada de ideología. ¿Para qué medir el aprendizaje de matemáticas o la ingesta de proteínas si podemos establecer el índice de la felicidad o de lo bonito?
Una oposición arrinconada con acusaciones de corrupción o desviación de sus funciones asume su “culpa” en el estupor y el silencio cómplice. Su desconcierto y debilidad facilitan la imposición mayoritaria de casi cualquier idea que les proponga el líder en nombre de la salvación nacional. El control del legislativo y ejecutivo cambia, disuelve o anula al poder judicial. En no pocos casos el iluminado con facultades omnímodas termina por controlar el propio aparato electoral y las reglas que lo llevaron al poder. ¿Para qué certificar elecciones mediante organismos autónomos que “callaron ante los fraudes al voto popular en todas las elecciones anteriores al alumbramiento del nuevo líder”? (en la mentalidad populista, las democracias no evolucionan ni se reforman para ir de menos a más democracia, no. Las democracias “nacen” sólo a partir del momento en que el líder llega al poder).
El método para avanzar en la destrucción democrática es simple- En la idea populista, jueces y árbitro electoral son corruptos y ganan mucho dinero, en consecuencia hay que reducirles el salario, investigarlos y acusarlos para lograr que huyan sin presentar combate. Un capítulo más consiste en anular a las instituciones encargadas de la defensa y promoción de los derechos humanos. Logrados estos objetivos, el populista tendrá el control de prácticamente el 80% de las decisiones que se toman en el país.
La democracia está dejando de ser un sistema de suma cero, en el que el perdedor puede volver a competir y derrotar a quien tuvo el poder, sin afectar de fondo los logros que representaban claros avances y beneficios sociales.
Después de los años 60 y de los movimientos las democracias buscaron ser más plurales. Los gobiernos adoptaron incluso la cohabitación y el poder compartido para reconocer y atender necesidades y reclamos de las minorías.
Empezó con ello el abandono de las ideologías que dividen estérilmente a las sociedades, nacieron los gobiernos centristas y pragmáticos, cayó el Muro de Berlín, se fortaleció la representación proporcional y el juego de suma cero se multiplicó.
Hoy, la destrucción de las instituciones no sólo anula los contrapesos ante un poder autoritario, en el fondo, los ciudadanos perdemos instituciones de defensa social e individual. ¿Una CNDH en manos de una morenista incondicional del líder será quien establezca frenos al ejercicio del poder ejecutivo en casos relevantes? ¿Un INE bajo el control del poder ejecutivo, defenderá que el voto no sea violado, como ocurría en el pasado en el México de las elecciones increíbles? ¿Podrán los institutos nacionales de salud y los hospitales públicos mantener autonomía de gestión o seguirán cayendo en el casi abandono? ¿Veremos que ni la seguridad ni la justicia mejoran ante los ataques violentos del crimen organizado hasta hundirnos en el pánico social?
Defender a la democracia y a las instituciones en sus avances y pese a sus saldos no cubiertos, es defendernos a nosotros mismos. La corrupción y los altos salarios no serán la causa de la destrucción o la anulación democrática. Que se sancione a los corruptos sin demoler o pervertir a las instituciones.
Pese a esto, si se mantiene la posibilidad de cambiar gobiernos mediante elecciones democráticas, quizá reconozcamos al gobernante que se atrevió a despertar a patadas “al otro tigre”, al de la dormida conciencia de un país, a un tigre que se nutra de justicia, de promesas cumplidas, de inversiones, de crecimiento y desarrollo. Será eso, o estrenar nuevos y mayores atavismos nacidos del encono, en una sociedad con más pobres y sostenida con nuevas mentiras, cada vez más dependientes de recibir los exiguos favores de gobiernos que, como siempre, prometen y no cumplen.
la República