Quien a diario y en tono grandilocuente invoca la soberanía popular como principio de gobierno y sustento de la democracia, podría aportar (aún puede hacerlo, claro) una explicación a fondo de los hechos que motivaron la más reciente declaración del expresidente Donald Trump en relación con México.

Interesaría saber, por ejemplo, la versión gubernamental mexicana de lo ocurrido y —en cualquier caso— lo que debemos entender ahora como soberanía, una más de las vertientes en las que el Estado ejerce el poder sobre su territorio.

Si en política la forma es fondo, resulta cuando menos odioso escuchar cómo se expresa el expresidente de Estados Unidos —y cómo “dobló” al canciller y al gobierno mexicanos— y la respuesta que recibió de aquel, dibujado como un obsequioso policía de los intereses migratorios del país vecino que cumple órdenes de otro régimen dentro del propio territorio nacional.

Si los hechos en la Sala Oval de la Casa Blanca sucedieron como Trump lo narra, no es un honor ni defensa de la soberanía instruir el envío de 26 mil agentes y soldados mexicanos para servir como barrera humana y frenar la ola migratoria centroamericana de personas en tránsito hacia Estados Unidos.

Quizá sea tema de especialistas en derecho internacional y penal ahondar si con estas actitudes complacientes ante el gobierno de otro país se configura o no el delito de “traición a la patria” al que se refiere el artículo 123 del Código Penal Federal. Y más porque a incitación presidencial la 4T endilga esa grave acusación a quienes votaron recientemente contra una iniciativa de ley enviada por el ejecutivo federal, pese a que se trata de legisladores activos que realizan sus funciones constitucionales.

Si es o no un acto de obediencia contrario no sólo a la soberanía, lo revelado por Donald Trump vulnera el entendimiento responsable de la migración, tema histórico agudo —junto con el narcotráfico— de la relación bilateral entre México y Estados Unidos.

Sin cobijarnos en la retórica de una cortina de nopal, Estados Unidos es el país ante el cual nuestro país perdió en 1847 la mitad de su territorio, un hecho que entonces profundizó el desánimo nacional y pesó incluso a favor del enésimo retorno al poder de Antonio López de Santa Anna.

La personalidad dicharachera y egocéntrica del xalapeño Santa Anna cautivó también, en grado de fanatismo, a sus seguidores, de manera muy similar al acontecer actual. Él se dejó querer y urdió el tejido de su nueva unción. Es historia viva y de recuperación aconsejable para quienes quieran ahondar en un aciago capítulo de la historia.

En páginas de EL UNIVERSAL, Ángel Gilberto Adame refiere magistralmente (“El Honor es Nuestro”, 23 abril 2022) a la desvergonzada ruta seguida por Santa Anna para perpetuarse en la presidencia. Primero, logró que le fueran concedidas “facultades extraordinarias” para dirigir al país en febrero de 1853.

Luego, a Santa Anna le bastó azuzar un pronunciamiento el 17 de noviembre de 1853 en el que se declaró que el plazo de gobierno que se le había concedido no había sido suficiente “para el completo arreglo de todos los ramos de la administración pública” y se reconoció imperativo una prórroga a su mandato de manera indefinida. Además, el presidente quedó investido con el título de Gran Elector de México (destaparía también corcholatas) y en caso de algún impedimento físico o moral para gobernar, proclamaría o designaría en sobre cerrado a su sustituto. También tenía su testamento político.

La decisión del inescrupuloso y hábil elector de sí mismo, se cumplió entre alabanzas, homenajes poéticos y celebraciones diversas. El resto ya es historia. Pero la actual no termina aún. Urgen explicaciones y la verdad de los hechos de lo ocurrido en Washington.

Notario, exprocurador General de la República