La Presidencia se ufana por el dinero que destinará ante la tragedia y proclama desde el podio mañanero: “Lo ideal se hará realidad” en Acapulco. La frase recuerda su primera visión por la llegada del Covid y su estela de muerte, cuando la pandemia nos vendría “como anillo al dedo”.
En Acapulco, sólo un proyecto equivalente a una refundación podrá mejorar la calidad de vida de la población, la economía regional, la seguridad pública y el medio ambiente social y político y sacarlo de esa ruta de deterioro y degradación que afecta al estado y al histórico puerto y perla del Pacífico. Si las acciones de reconstrucción se quedan atoradas en la politiquería y la búsqueda de ganancia electoral a corto plazo, el huracán habrá profundizado —desde el oficialismo— la triste realidad de un destino turístico crecientemente inseguro, vulnerable, insalubre, afectado por la marginación social, la pobreza de la mayoría de sus habitantes y por todo aquello que incrementa la ignorancia, la injusticia y la inequidad social.
De momento, cualquier esfuerzo público y privado sumará a favor de contener los peores impactos de Otis –aún desconocidos en otros lugares del estado.
Un presidencial plumazo matutino redujo a dos (Acapulco y Coyuca de Benítez), los 47 municipios de Guerrero declarados el 2 de noviembre en estado de emergencia por la Coordinadora Nacional de Protección Civil, una dependencia del propio gobierno federal que no pudo explicar los motivos de esa fuga “por error” al mundo de los “otros datos”.
Guerrero sigue en la fase inicial del recuento de víctimas. Si los daños materiales en Acapulco afectan al 82 por ciento de los inmuebles, incluida la infraestructura hotelera, eje de las actividades y principal fuente de empleo en el puerto, la proporción de daños —con su estela de muerte— apunta que será mayor en comunidades rurales más frágiles y vulnerables al martilleo de vientos huracanados de hasta 320 kms por hora.
Anunciar inversiones públicas por 61.5 mil millones tampoco es lo mismo que realizarlas y menos con el 2024 a la vista, cuando el gasto público —en lugar de torta bajo el brazo— trae un déficit presupuestal acumulado de 665 mil millones de pesos, más de 10 veces lo anunciado con bombos y platillos para apoyar a Acapulco.
Por cierto, el recién aprobado presupuesto federal 2024 no contempla ni un peso para obras en Acapulco. La foto de un jeep varado en un lodazal seguirá siendo el ícono perdurable de la tardía y descuidada reacción oficial ante un desastre nacional.
A diferencia de los terremotos, los huracanes son ingobernables también, pero no impredecibles. La activación de albergues, el acopio de agua, víveres e incluso la evacuación de lugares más expuestos, pudo activarse desde tres días antes —según expertos en protección civil— cuando el huracán era fuerza 3 y las alertas internacionales estaban dadas.
El desprecio oficial al conocimiento y la ciencia va de la mano con la eliminación del Fonden, el fideicomiso que garantizaba recursos y pronta movilización gubernamental y social para atender desastres naturales.
Ojalá tras la devastación podamos constatar algo mejor que una “reconstrucción fake” y mediocre, con nula planeación urbana, que seguramente seguirá deteriorando el tejido social, ya debilitado en el puerto por la inseguridad y el cobro de piso y hasta por una red de drenajes que aun vierten los detritus de decenas de miles de excusados en una de las bahías más bellas del mundo.
Estimaciones de organismos privados calculan en 300 mil millones y cinco años de trabajos el esfuerzo de inversión tan solo para “dejar a Acapulco como estaba”. (Aún sigue pendiente terminar las “reconstrucciones” ofrecidas por los gobiernos federal y de la CDMX tras los sismos de 1985 y 2017).
En breve, manipular lo ocurrido y sacar provecho para el corto plazo electoral, no será conducir la crisis ni superar el consecuente desastre, sino darle a los efectos de un huracán una nueva carta “electoral” de naturalización.