En su fase actual, la contienda interna por la candidatura a Presidente de la República permite ver que no hay nada más incierto para los aspirantes ni más opaco para los votantes, que la encuesta y manejo propuestos por quien hoy reinventa a su gusto el juego sucesorio.

Ante el gran destapador, las “corcholatas” no compiten por presentar propuestas, sino por enviar señales de plegamiento y obediencia al presidente, diseñador y operador único de un procedimiento de selección sin más reglas que las suyas. Inevitable comparar la franca hipocresía priista de los años 70, con la falsa democracia morenista.

Hay desconocimiento generalizado de cuál será el manejo de las opiniones, composición poblacional, edad, sexo, preparación, escolaridad, segmento socioeconómico de los encuestados y de los contenidos de la encuesta. Se asume que la decisión será tomada por un solo hombre, al más puro estilo del peor priismo del siglo XX.

El empeño corcholatero consiste en despuntar como el más empático hacia la manera de ser del presidente, posicionándose como continuadores de su gobierno.

Frente al cuestionamiento contra Lázaro Cárdenas por haber escogido a Ávila Camacho, Claudia Sheinbaum guarda obsequioso silencio. Ebrard se atreve a medias a sostener que al final de cuentas Ávila Camacho aseguró la paz e impulsó proyectos cardenistas, como el Seguro Social, el reparto agrario y la ampliación de derechos laborales. Y Monreal matiza su incondicionalidad al afirmar que no es como Mújica, pues tiene su propia identidad.

Fuera de eso, la nada: la desdibujada oposición profundiza cada vez más sus debilidades. El priismo se despedaza con un líder que se conduce como el principal sepulturero de su partido. El PAN parece cómodo ubicado en latitudes mediocres; completa el cuadro un PRD cada día más ausente y Movimiento Ciudadano —con un político talentoso y sagaz al frente— desconcierta a un electorado que no acaba de entender qué se propone.

La popularidad presidencial se mantiene alta, no así la calificación del gobierno. Muchos mexicanos parecen dispuestos a perdonar asuntos indefendibles como el desfalco de más de 20 mil millones de pesos en Segalmex; los tropiezos del AIFA o la destrucción de selvas en la ruta del Tren Maya y la corrupción que inunda a Dos Bocas.

A diferencia de Israel, donde la protesta social contra el gobierno frente a las imposiciones autoritarias de Netanyahu no afecta la solidez y el funcionamiento de las instituciones democráticas, el reto mexicano radica en la supervivencia de una democracia funcional, hoy amenazada fuertemente por la autocracia y el autoritarismo populista, que simplifica todo y culpa a la clase media de las carencias de los pobres, esconde la corrupción en distracciones populistas; viola y minimiza los derechos humanos y acusa “al imperialismo” de los errores e insuficiencias internas.

El conflicto mexicano no es ideológico entre izquierdas y derechas, como el oficialismo intenta hacer creer, sino el autoritarismo gubernamental. Se trata de la demolición o continuidad de la institucionalidad democrática construida a lo largo de medio siglo hasta tener elecciones creíbles. Ese es el tamaño del riesgo, que pocos entienden, pero que día a día nulifica o debilita a los organismos autónomos como el INE, UNAM, Inai, Cofece, CRE, CNDH y muchos más, y deteriora la calidad de la administración y los servicios públicos.

Con un régimen más parecido al de una época priista, México llegará al 2025 sin crecimiento y distribución del ingreso, con más pobres, que ya suman 50% de la población sin equidad y justicia, incapaz de abatir la impunidad, con más violencia, sin manera de controlar las drogas y el tratamiento eficaz de las adicciones, con menor calidad educativa y con servicios de salud pública más deteriorados.

El 2024 estará en las manos de la sociedad civil quien ha demostrado más avances que los partidos.

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