Cada vez es más evidente la desesperación presidencial por restar facultades al árbitro electoral y evitar el riesgo de sanciones por actos anticipados de campaña realizados por las corcholatas que cuentan abiertamente con la complacencia y el apoyo del oficialismo.
Muchas de las conductas políticas que hoy vuelven por sus fueros, quedarán en la impunidad si se eliminan las sanciones por violaciones a la ley electoral, reduciéndola a un conjunto de formulaciones. Los partidos y candidatos le tomarán el pelo al ciudadano, al estilo en que lo intentaron Félix Salgado Macedonio y Raúl Morón, en Guerrero y Michoacán, o como ha sucedido con Delfina Gómez por imponer el pago de “diezmo” a trabajadores del ayuntamiento de Texcoco. El Tribunal Electoral quedará incapacitado para ejercer la coactividad que toda norma jurídica debe contener para asegurar su cumplimiento.
La brutal cirugía a la que se ha sometido al INE va más allá de reducir el costo de las elecciones mexicanas. Los castigos presupuestales y operativos en su contra, no sólo afectan los fideicomisos destinados a cubrir pasivos laborales. También desaparece el servicio profesional de carrera, una estructura de ciudadanos capacitados y aptos para cumplir con la preparación, organización y desarrollo de la jornada electoral, el conteo escrupuloso de los votos, el cierre de actas y el registro de resultados en cada casilla.
México es el único país que necesitó diseñar una credencial para identificar electores con 16 candados de seguridad hasta hacerla infalsificable. ¿Se nos olvida que durante 70 años tuvimos elecciones con resultados increíbles, jornadas tramposas, hundidas en el desvergonzado catálogo del ratón loco, el carrusel, la urna embarazada, el pavo relleno y otras tretas fraudulentas que llevaron a crear paso a paso y como antídoto, un órgano electoral costoso, pero independiente y operado por ciudadanos?
Por otra parte, inspirada en una absurda tesis redistributiva, se busca permitir a los partidos en coalición ceder votos a sus aliados, aun si esto es una terrible falta de respeto a los electores, quienes después de meses de analizar propuestas, evaluarlas y decidir por quién votar, el sufragio del ciudadano podrá ser ignorado por los manejos convenencieros del renacido partido hegemónico y sus pequeños satélites.
Una jugada así, incrementaría la dependencia de los pequeños, inclinándolos a guarecerse bajo la sombra del partido que pueda asegurarles su permanencia, sin los obstáculos de coaliciones más homogéneas que suelen perder fuerza cuando conceden a otras una parte de sus votos.
Otra repercusión, buscada desde la reforma constitucional, sería la posibilidad de evadir la limitación para que ningún partido pueda por sí solo realizar cambios a las Constitución. El modus operandi sería el siguiente: Como el partido predominante está limitado a ocupar máximo 60% de las diputaciones, con un partido satélite nutrido con parte de sus escaños, podría alcanzar el 66% necesario para modificar la constitución sin contrapesos.
La reforma ha llamado la atención de organismos internacionales como la Convención Americana sobre Derechos Humanos, pues atenta contra los principios de progresividad y de efecto útil; pero también ha hecho que Biden manifieste su preocupación por el tema. No olvidemos que en la mayoría de los pactos comerciales que México ha celebrado, la cláusula democrática es condición sine qua non. Es legítimo el interés internacional para preguntar qué está pasando en México.
Por lo pronto, será hasta febrero que se retome la discusión de las propuestas electorales en San Lázaro. No es coincidencia la constancia con que el Presidente ha buscado la tan ansiada reforma electoral; la democracia sigue en riesgo y de aprobarse la reforma, habrá nacido una nueva y agresiva forma de delincuencia electora.