Hace unos días personajes del mundo de las ideas han vuelto a poner sus nombres en desplegados sentando posiciones políticas. Los dos frentes tienen larga data y giran alrededor de un nombre: López Obrador . O estás a favor, o en contra. Lo curioso es que más allá de los argumentos de cada quien, tienen más puntos en común de lo que se piensa.

Habría que hacer una sociología de los intelectuales en México para develar sus trayectorias, sus fuentes de ingreso, el tránsito de sus posiciones, sus cercanías o rupturas con los políticos. Pero por lo pronto, al menos se pueden identificar algunos lugares comunes.

Primero, la cercanía con el poder . Decía Carlos Fuentes que los escritores mexicanos tienen la suerte de ser escuchados. Es cierto, pero también lo es que la escucha tiene un precio. En México los políticos publican libros que no escriben, leen discursos que no redactan, dan conferencias con datos que jamás buscan y citan autores que no revisan. Hay una plataforma de escritores bien pagados que cumplen esa función. Los políticos -de cualquier orientación- coquetean, financian, promueven a nombres que le conviene, sin olvidar que luego pasarán la factura.

Por otro lado, el gusto por estar en el debate público da sus réditos, fama y muchos privilegios, aunque también tiene costos. Octavio Paz contaba que alguna vez su nombre fue quemado en una pancarta al frente de la embajada de Estados Unidos. No sé si hay que leer el hecho como lástima u orgullo, pero el hecho es que el autor penetró en la discusión social popular y terminó siendo juzgado como se juzga en una manifestación callejera.

En los dos comunicados recientes, lo lamentable es que ambos dicen medias verdades , y pretenden potenciar sus argumentos o con el capital simbólico, o con el número de los firmantes. Y claro, ni el peso del nombre -argumento de autoridad- ni la cantidad de adherentes -argumento cuantitativo- son suficientes para que algo sea cierto. En muchos puntos, ambos tienen la razón, y en otros, ambos maquillan la realidad a su conveniencia. En suma, tanto una vereda como la otra dependen del estado de discusión del campo político y de la necesidad de posicionarse en el mismo. Así, la intelectualidad mexicana pierde autonomía, y por ende está en juego su capacidad de proponer pensamiento fresco y novedoso fruto de observaciones propias más que de la temperatura de la disputa coyuntural.

Por supuesto que no se trata de apelar a la neutralidad que todos sabemos que no existe, sino más bien buscar balances que vayan más allá de la necesidad de sentarse a la derecha o a la izquierda del presidente, y que propongan a la sociedad otras rutas interpretativas. La relación del intelectual con el mundo del poder y las tomas de posición es inevitable y saludable. Pero someterse a ellas convirtiéndose en voceros más que en pensadores, sólo empobrece el debate. No hay que olvidar, el intelectual no puede ser el altoparlante de nadie , su rol es la creación autónoma de las ideas, no la repetición de lo dicho en los laberintos del poder o en el despacho de un administrador de lo público. Así, todos perdemos.

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