Es bastante fácil hablar de la violencia. Es un concepto cultural y recurrente en todo tipo de discursos, sobre todo en nuestro tiempo y en México. Sin embargo, no me interesa hablar de la violencia en nuestro país, es un hecho innegable que hay muertos a lo largo y ancho del país. Recién escuché que el futuro de la política nacional será de criminales inmiscuidos en las altas esferas del gobierno como ocurrió en Colombia, me apena decir que puedo vislumbrar ese escenario. Ya hay gobernantes ligados al crimen organizado y comienzan a perpetuar sus carreras. Así, retomando el tema, la violencia es una constante en la historia humana, una fuerza tanto destructiva como generadora, capaz de derribar estructuras existentes y propiciar el surgimiento de nuevas configuraciones sociales, políticas y culturales. Es la Guerra de Heráclito.
Lo que ocurre en Siria con la caída del presidente sirio Bashar al-Assad es la muestra de cómo el caos genera cambios geopolíticos y reconfigura el rostro de naciones enteras. «Cuando el Estado cae en manos del terrorismo y se pierde la capacidad de hacer una contribución significativa, cualquier cargo queda vacío de propósito, lo que hace que su ocupación carezca de sentido», declaró al-Assad que fue desplazado por el otrora islamista y hoy libertario Ahmed Al Sharaa, que saltó a la fama por ser el encargado de establecer la presencia de Al Qaeda en Siria. Los giros de la narrativa política son divertidos. El terrorista hoy es un “héroe” que inclusive da entrevistas a mujeres; es interesante el giro político que debe jugar Al Sharaa.
Lejos de ser un fenómeno aislado o negativo, la violencia se presenta como una herramienta que modela y da sentido a ciertos cambios históricos, desde las revoluciones que han cambiado el curso de la historia, como la Revolución Francesa o la Revolución Rusa, los actos violentos han sido empleados como medio para redistribuir el poder. En el caso de la modernidad, un periodo definido por el surgimiento del capitalismo, la industrialización y el colonialismo, la violencia no solo acompañó estos procesos, sino que se volvió intrínseca a ellos. La expansión del capital global estuvo marcada por guerras, esclavitud y expropiación, actos que, aunque devastadores, también produjeron nuevas culturas y resistencias. Todos aquellos que crecimos durante los años 80, casi al término de la Guerra Fría entendimos la violencia como propia de nuestra cultura literaria, cinematográfica, artística e idealista. El estado de paz es un concepto puro del mainstream que busca, a partir de éste, validar la guerra misma y la paz es un acto de violencia para apaciguar el caos.
Asimismo, la violencia es en otros términos el material de la cultura popular contemporánea. Es en este contexto que figuras como Luigi Mangione, el asesino de Brian Thompson director ejecutivo de UnitedHealthcare, emergen como símbolos de resistencia y como manifestaciones extremas de una lucha de clases que parece desdibujarse en un mundo cada vez más dominado por el capital. Mangione, un asesino cuya vida y actos reflejan las tensiones de su época, encarna la paradoja de la violencia: ¿es su acción un acto de desesperación individual o una expresión colectiva de una clase desplazada? Mangione arrebata la vida de Thompson porque lo culpa de no cumplirle a sus asegurados los servicios completos que debe brindar la compañía que representa. El asesinato de Thompson se da también en medio de un debate médico en EE. UU., debido a que las compañías aseguradoras no quieren cubrir más los honorarios de los anestesiólogos.
Ahora bien, la transformación de Mangione en ícono cultural nos invita a reflexionar sobre cómo la sociedad moderna glorifica o demoniza ciertos tipos de violencia según su contexto y utilidad simbólica. En un sistema que desplaza a millones y concentra la riqueza en manos de pocos, la violencia de figuras como Mangione puede interpretarse como una respuesta visceral al orden establecido. Pero también revela cómo los medios y las narrativas culturales cooptan estas historias para convertirlas en entretenimiento o mitos, diluyendo sus implicaciones políticas. Dicho de otra forma, Mangione representa la transubstanciación del “Jocker” [el personaje anarco aplaudido durante el último lustro] en carne y hueso.
La cultura moderna ha encontrado formas sofisticadas de integrar la violencia en sus estructuras simbólicas y narrativas. Desde el cine hasta los videojuegos, la violencia se embellece y se consume como parte del tejido cultural. Sin embargo, esta estetización no es un fenómeno exclusivo de nuestra era. En la literatura clásica, la violencia también fue un tema central, aunque con un propósito diferente: exponer las contradicciones humanas y explorar las consecuencias morales de nuestros actos. Tito Andrónico, una de las tragedias más sangrientas de William Shakespeare, es un ejemplo paradigmático de cómo el caos puede ser utilizado para revelar las luchas de poder, la venganza y la corrupción inherente a las instituciones políticas.
En Tito Andrónico, la violencia no solo es un medio para alcanzar un fin; es también una expresión del caos y la descomposición moral. El general romano Tito Andrónico regresa de la guerra con cuatro prisioneros que juran vengarse de él, y así violan y mutilan a la hija del general y mandan matar y desterrar a sus hijos. Tito en medio de su locura y dolor planifica su venganza que aumenta más el derramamiento de sangre. Los personajes se ven atrapados en un ciclo interminable de venganza, donde cada acto violento engendra otro, convirtiendo el escenario en un campo de batalla tanto físico como simbólico. La brutalidad de la obra, con sus mutilaciones, asesinatos y violaciones, refleja la fragilidad de la civilización isabelina frente a los impulsos primitivos que yacen bajo su superficie. Sin embargo, la pieza del bardo también plantea una cuestión fundamental: ¿puede la violencia generar justicia o solo perpetúa el sufrimiento? ¿Qué opinamos del conflicto entre Palestina e Israel?
La obra de Shakespeare es fundamental porque anticipa cómo la violencia puede convertirse en un espectáculo; la violencia que se despliega obliga al público a confrontar su propia fascinación con el sufrimiento ajeno. Este elemento de espectacularización es especialmente relevante en la cultura moderna, donde los medios de comunicación convierten los actos violentos en espectáculos de consumo masivo. Desde las transmisiones en vivo de conflictos armados hasta la cobertura sensacionalista de crímenes, el caos se presenta como un producto que entretiene y, al mismo tiempo, desensibiliza.
Volviendo al caso de Luigi Mangione, podemos observar cómo la figura del asesino se transforma en un protagonista de narrativas que combinan denuncia social y entretenimiento. Mangione se convierte en un antihéroe, una figura que encarna tanto la desesperación de los marginados como su potencial para desafiar el sistema. Sin embargo, esta glorificación también plantea interrogantes éticas: ¿justifica la opresión estructural los actos individuales de violencia? ¿O estamos simplemente romantizando a quienes, en última instancia, también perpetúan el ciclo de destrucción? En el plano cultural, su estetización y glorificación nos invitan a cuestionar nuestra relación con ella: ¿somos cómplices al consumirla como entretenimiento? ¿O podemos encontrar en su representación una forma de reflexión y transformación?
El estado de paz es un concepto puro del mainstream que busca, a partir de éste, validar la guerra misma y la paz es un acto de violencia para apaciguar el caos. Esto que escribí párrafos arriba podemos comprenderlo a partir de la guerra entre Ucrania y Rusia… sin entrar en detalles, podemos asumir que ambas naciones desean la paz, repito: “asumir”. Para lograrla, tan sólo 43 mil ucranianos han perdido la vida y 198 mil rusos han muerto [cifras de la BBC al 08 de diciembre del 2024]. ¿Así pues, la paz es sinónimo o antónimo de la violencia? Una cosa no tiene que ver con otra, podríamos argumentar. Sin embargo, y reitero, la búsqueda de la paz siempre deriva en confrontación por mínima que sea. Quizás no es la paz lo que debemos buscar los seres humanos sino la transformación continua. Y de nuevo, el caos de Heráclito.