Para ser este el siglo de las libertades, según lo anuncian los medios, gobiernos y los apologistas [disfrazados de activistas], es bastante curioso el temor que existe en el mundo al que estamos ceñidos, por lo menos en el occidental. Vivimos en un estado de culpabilidad profundo y siniestro por ser parte de una cadena de eslabones ideológicos cincelados en nuestra mente sin nuestro consentimiento. Me sorprende cómo el cristianismo y sus fundamentos reorganizados se aferran y reconvierten sus salmos en diatribas ad hoc para el ideario contemporáneo. En una sociedad donde todos tenemos derechos, hay quienes reclaman más; no entiendo el porqué.

La “culpa” cristiana, a lo largo de los siglos, fue una herramienta fundacional colonial del comportamiento humano, regla y medida, para unos cuantos. El infierno como fundamento del dolor metafísico se utilizó para potenciar la culpa y el temor en toda sociedad, lo mismo niños que jóvenes, mujeres y hombres. Si algo hizo bien la religión a lo largo de los siglos, más allá del cristianismo, es potenciar el temor como mareas que hicieron de todo espíritu salitre. No se trata de creer o no en Dios, pues esa idea seguirá ocupando la mecánica del pensamiento humano con otros nombres mientras existamos como raza en este mundo y los que vengan, si es que alguna vez conquistamos la estancia del espacio.

El siglo XXI es el siglo de la fe; es el tiempo de la negación de las religiones por saberlas obsoletas, pero se mantienen vivas por su transformación a propósito de las necesidades de las espiritualidades modernas. Este es también el momento sustancial de la “obviedad” como sistema y doctrina que todo lo fundamenta, de la cual no hay escapatoria. Hace un par de semanas se llevó a cabo el encuentro del Foro Económico Mundial en el cual NOKIA declaró que, según la agenda, antes del 2030 la telefonía celular será obsoleta como la conocemos, porque nuestros cuerpos formarán parte del receptáculo de la ingeniería comunicativa. En ese mismo foro, se abordaron las pandemias por venir, la inclusión y el respeto por la identidad; se hizo hincapié en cómo el Estado y su aparato debe ser el responsable de cuidarnos.

(Sin embargo, hay tres temas que son irrelevantes para esta agenda: los niños, las mujeres y el medioambiente. Son cábalas medulares, sí, pero éstas promueven de entrada la culpabilidad espoleada hacia el temor. ¿Cómo criticar aquello que es lo “correcto” ante la mirada de todos sin que se generen cambios verdaderos acerca de los temas en cuestión? ¿Acaso conocemos un programa mundial eficaz, luego de medio siglo de existencia del foro, que haya eliminado la violencia y trata ejercida contra la infancia, o en contra de las mujeres que, por cierto, pierden de nuevo las libertades ganadas y son derrotadas una vez más en la batalla en contra del patriarcado por una ideología de género? Del medio ambiente no tenemos nada más que agregar).

Mientras esas conversaciones por nuestro bienestar se daban a puertas cerradas en Davos, en otra parte de Europa, había un grupo de personas que intentaban convertirse en las primeras en ser reconocidas como seres híbridos: mitad carne y hueso, sangre, más “transistores” [disculpen el término obsoleto] y microchips que las convierten en cyborgs. Algo que el científico Peter Scott-Morgan, el artista visual Neil Harbisson y la bailarina Moon Ribas, dicen, es posible y una realidad. Es interesante sobre todo porque, pienso, la bailarina embarazada, Moon Ribas, se percibe hasta donde entiendo como una máquina híbrida capaz de generar vida. Ese fue el destino del androide Rachel, en Blade Runner, de Ridley Scott, el robot que gesta en su vientre mecánico la carne, el hueso y el alma. No critico el destino a seguir por el científico y los dos artistas porque, hasta donde sé, no se rasgan las vestiduras queriéndonos convencer de sus estados de gracia.

El Foro Económico Mundial me parece interesante como religión y no como un espacio de reunión que impulse un cambio a propósito de beneficios para la gentes. Lo pienso como una religión porque de este manan tendencias del pensamiento que regulan las conductas y los discursos. Basta con escuchar a la exprimer ministro de Nueva Zelanda, Helen E. Clark, que pide a los gobiernos no perder la gran oportunidad, brindada por la pandemia, de ejercer el control total para que el pueblo obedezca. Qué grave postura. Como toda religión, en su radicalismo está el devenir sólo que, en el caso estos grupos, la religión es global e irrenunciable. Durante los últimos dos años, posteriores al inicio de la pandemia, percibo en las sociedades un sentido de la culpabilidad agravado que desemboca en el temor absoluto a todo y la moneda de cambio es la libertad de pensamiento. En un principio, con la fuerza que tomó el discurso políticamente correcto, me enervaba pensar que todo tenía que ver con la obviedad por vivir como buenas personas, pero no todos quieren ni queremos ser buenas personas las 24 horas del día.

El estado natural de nuestra sociedad moderna es la “culpa”. Nos sentimos culpables por la violencia, el radicalismo, por el cambio climático, porque otros no se vacunen, porque otros más no utilizan los pronombres correctos, por no saber definir qué es una mujer o un hombre, porque no entendemos cómo una mujer desea ser un hombre y viceversa, porque hay quienes quieren ser nombrados con el símbolo digital de una “muela” porque no se identifica como un ser humano, pero sí como una muela; porque no nos atrevemos a hablar del gran padecimiento mental de las sociedades contemporáneas. La lista sigue ad nauseam, posicionándonos en un estado de alerta absurdo y temeroso por no cometer errores que nos puedan encasillar en la intolerancia como muerte social: la resignificación del pecado/capital, ahora transmutado en intolerancia.

“El ángel exterminador”, dirigida por Luis Buñuel , escrita en colaboración con Luis Alcoriza a principios de la década de 1960, e inmersa por completo en otro momento histórico, habla de cómo las personas juegan un papel inquisitorio cuando los demás están fuera de su contexto. En la cinta, las repeticiones que tienen durante el arribo de los comensales a la fiesta y, sobre todo, durante el brindis de uno de los personajes, primero con la atención, de todos y luego sin el interés de nadie, es una radiografía fiel de nuestra modernidad. Una vez que los personajes no pueden escapar del encierro, comienzan a juzgar la vida ahora fuera de la intimidad del hogar de los otros. Luego de eso, una vez que se dan por vencidos al saber que no podrán escapar de la estancia en la casona, inicia con ello el caos absoluto donde ya no puede reinar la paz justo por la pérdida de la clandestinidad profunda a la que todos tenemos derecho.

El pecado como herramienta de la civilidad se torna anticuado en “El ángel exterminador”. Al estar todos los pecados capitales presentes en la escena, la intolerancia ha perdido la partida y, por tanto, la culpa no existe más, ni el temor. Es la anarquía en su más sensible naturaleza. Una vez que los personajes logran escapar de la casa y retoman su vida de clandestinidad, pueden visitar de nuevo la iglesia y reivindicarse como gente socialmente apta para convivir y juzgar. Es una partida genial porque ahora le ceden a la iglesia el encierro y la resignificación del pecado, por lo menos en la película.

Lo he preguntado en otros momentos y lo repito: ¿Para qué necesitamos gobiernos? ¿Por qué permitimos que se nos gobierne y controle? ¿Por qué accedemos a eliminar la rebeldía de nuestra esencia, ahora sí existencialista, por el temor que nos genera la culpa y que nos lleva a sentir que la libertad es en sí un pecado original en el mundo?

Los apóstoles globales, esos que predican desde el mundo digital hacia el de carne y hueso, son especialistas en generar doctrinas efímeras de gran impacto. La operación misma de hacernos sentir culpables por nuestro derecho natural a ser intolerantes es una labor titánica. Cada nueva tendencia que ocupa los espacios del debate público está creada para unificarnos, para eliminar la intolerancia pecaminosa hacia las tendencias normalizadas por la globalización. Así, mujeres y hombres que deambulan como “buenas personas”, diciendo qué debemos hacer y cómo, no se dan cuenta de que pertenecen a una secta perfecta donde sus ideales no importan y sus sentimientos son menos que nada.

Esa gente que predica sobre el medio ambiente, las cuestiones de género, la política inclusiva, que tiene como tarea primordial hacer sentir culpable a los demás para hacerlos vivir con temor por tomar sus propias decisiones, son las herramientas perfectas que fomentan la desaparición de la anarquía en aras del sometimiento maleable. Aclaro: no ataco aquí a quienes en verdad viven y disfrutan plenamente sus decisiones y formas de vida; curiosamente estos viven con plenitud sin necesidad de solicitar la aceptación “espectacular” de los otros.

Las tendencias modernas no son sino variables de la religión como concepto, que tiene como fin (siempre lo ha tenido) el control de los miedos, pero, ahí donde Dios ya no tiene cabida, está la conciencia del que desea hacer el bien a partir de echarte en cara todo lo que, a sus ojos, haces mal como ser humano, es decir, no sentir culpa ni esa necesidad infantil de pedir perdón por existir. Hemos llegado al momento divertido donde nos tememos a nosotros mismos.

Necesitamos que nos cuiden para no decir nada que perturbe a los demás sin importar lo incómodo que puedo estar conmigo mismo. Entre más potenciemos el poder de la culpa vía los señalamientos flamígeros de las religiones contemporáneas, estamos subyugados, y sin Dios, a obedecer los nuevos mandamientos derivados de las tendencias de ideas globales. Hay que continuar luchando por la clandestinidad de nuestros actos, llevar una vida abierta nos enfrenta al control… no caigamos en el juego de la equidad libertaria de la expresión. No todos deben abrir la boca, pero tampoco debemos decidir quién puede hacerlo, en mi caso, porque no quiero hacer sentir ni culpable ni temeroso a nadie, pero, así como no intento culpar a los otros de sus pensamientos, tampoco estoy de acuerdo en subyugar mi expresión por la fragilidad aparente del que desea conquistarme. Que todos sigan pecando.

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