En algún momento, la muerte tocará a nuestras puertas. En algún momento, la muerte ha tocado a nuestra puerta, llevándose lo más preciado en ocasiones, y en otras, partiendo con amigos que se convierten en memorias, recuerdos inevitables que nos acompañarán por siempre. Hace unos días, Arturo Castelán, creador y director del Mix Filmfest México, falleció. A él le debemos la inclusión de Ad Absurdum en el festival de cine, y por siempre le estaré agradecido por la generosa oportunidad que me brindó. Su nombre, sin duda, quedará en la memoria cultural del país. Apenas tres días después, falleció el padre de un amigo de la infancia. Iván, si lees esto, lo siento profundamente, pues compartí con tu papá las sonrisas de la niñez.

Antes de escribir, platicaba con Luis Alberto Ibarra, mi hermano de toda la vida, acerca de la tristeza que surge desde la memoria del cuerpo. Atinó a decirme que hace unos días, durante un concierto, el aroma de alguien le recordó a su padre fallecido hace más de una década, los aromas lo son todo. Con el paso de los años, he tenido la oportunidad de ver pianos abandonados, máquinas de coser y una infinidad de objetos e imágenes que alguna vez tuvieron a una dueña o dueño que ya no está con nosotros. Es doloroso no escuchar las melodías de un piano sin ejecutante, o la voz de nuestros amados que no regresará y que solo entre sueños llegan esos susurros que nos brindan el confort extraviado.

Concluí hace un par de noches Mortalidad de Christopher Hitchens, una publicación en la que describe su enfermedad sin tapujos y narra su muerte debido al cáncer de esófago. Rememora a Friedrich Nietzsche y sus frases filosóficas. El autor lanza diatribas contra la religión y se mantiene firme en su posicionamiento respecto de la decimonónica fe absurda de las personas, ligada a una divinidad que no responde. Sin embargo, son los fanáticos de lo invisible los responsables de hacer de las religiones un espectáculo abominable que, a lo largo de los siglos, ha costado la vida a millones de seres humanos, quienes quedaron a la espera de la llegada de un ángel que curara sus heridas en medio de las batallas. Hay que tener un poco de fe, pienso, en el universo, la reencarnación es posible [esta es una provocación]. Hitchens no reniega de Dios, le es indiferente, pero no así el dolor que lo aqueja previo a su partida. Desahuciado, el escritor entiende que su tiempo se agota, pero también si lo leemos bien desea, como todos, no morir. No hay mayor acto de fe que ése.

Hitchens aborda cada momento de la debilidad de su cuerpo: nos habla del dolor que produce tragar, de la fuerza perdida, de la masa muscular que se desvanece, del vigor que el cuerpo ha olvidado; se lamenta del dolor en sus manos al escribir. El dolor, lo he entendido este último mes, conlleva una fuerte dosis de silencio. Cuando se reza y se pide por la salvación eterna, se hace en silencio. Cuando se necesita un milagro que nos aleje de la desgracia, también se hace en silencio. Cuando deseamos ser queridos, lo pedimos en silencio; quizá desde nuestro espíritu surge la idea de que el conjuro del amor funciona y se acentúa primero sin nombrarlo a viva voz, para luego explotar... y pedirle a Dios lo que sea.

Lo he dicho en otras ocasiones: me interesa la religión como una historia de la humanidad, no desde la praxis extrema de una fe mal aprendida y viciada por el hombre. Todo lo creado por la humanidad es deficiente, y el Dios humano lo es más, porque es apenas un sinónimo de otro concepto llamado "interés". Dios resucita no por la necesidad espiritual de la gente, sino por su interés. En principio, aprendamos a eliminar el carácter humano de Dios. ¿Acaso es imposible? En lo personal, Dios es el universo, nada más perfecto y original que eso; está en nosotros, y nosotros en él. ¿Acaso no somos polvo de estrellas?

La única verdad absoluta, por llamarla de alguna manera, es la muerte. La llevamos tejida a nuestros músculos, vive en nosotros a la espera de hacerse presente, hoy entre terapias físicas lo entiendo, el dolor hace que te aferres a la respiración, y te arroja hacia esas memorias que decidiste olvidar. Entiendo, leyendo a Hitchens, que de cara al vacío no preocupa aquello que nos rodea, sino el futuro que jamás llegará. Él plantea en su libro: “¿Por qué he de morir yo?, el cosmos apenas se molesta en responder: ¿por qué no?". Lo que es peor, pienso, es no tener tiempo para ponerle punto final a las memorias abiertas; ese es el calvario frente a la muerte. ¿Cuántas cosas quedan sin decirse? ¿Cuántos sueños sin narrarse, sin concretarse? ¿Cuántas palabras se quedan como un nudo en la garganta para luego perderse? ¿Cuántos amores truncos quedarán en nada? Quizá la declaración más fuerte que jamás he escuchado de mi madre es: “[después de todo] estuvo bien que tu papá se muriera, nuestra vida hubiera sido un gran problema tras otro”. Cuando la escuché no quedé devastado, guardé silencio, valoré la honestidad de sus palabras, arruinó la santificación del mejor hombre, según mi abuela paterna. Lo agradecí.

He escuchado a la gente decir: “hay que vivir un día a la vez”, pero no lo hacen. Salvaguardan los instantes sin entender que no pueden amasar el tiempo mismo; y así lo pierden, anulando sus pasiones, que se tornan, como lo dije, en calvarios que tarde o temprano los llevarán al arrepentimiento, y más tarde, a la muerte. Tarde o temprano seremos un pliegue con vida, luego pellejo, y al final ni siquiera un recuerdo para nadie. Las generaciones no hacen propio aquel dolor que no pertenece a su historia. “La vida y la muerte importan, sí. Y también la cuestión de cómo comportarse en este mundo, y de cómo conducirse frente a todo. Pero el tiempo apremia y el agua sube”, escribió Raymond Carver. Dejemos de ahorrar el tiempo, no genera intereses.

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