Hace algunos años me reencontré con un compañero de la secundaria. El encuentro llevó al abrazo, a las risas, al inesperado intercambio de información que se interrumpió llegado el momento de compartir experiencias concretas. Se apagó su sonrisa, con un poco de pesar me comentó que siempre había querido formar parte del grupo más cerrado. Se refería al núcleo de amigos que todos los días compartíamos cualquier broma, programa de televisión, historias personales o familiares. Los códigos propios de cualquier círculo de amistades que se cocinan desde la infancia, en muchos casos desde los tres años de edad. Me sentí apenado al escucharlo, jamás fue mi intención hacerlo sentir así. Fue él quien rescató la conversación, no tenía mayor importancia el asunto, dijo. No lo he vuelto a ver. Calculo que han pasado más de 20 años del encuentro. Sin embargo, la pena aún me persigue.

De esa reunión rescato un sinfín de lecciones. Una de ellas tiene que ver con el sentir de los otros. Obligarnos a pensar en los otros a pesar de uno mismo. No somos la medida de todas las cosas, de nuestros pares de carne y hueso, el mundo no es a partir de nosotros. Es complejo huir de la soberbia de esa que, por desgracia, parece inundar las arcas de la humanidad del siglo XXI. La medida de

Protágoras acerca de la “medida” como “crítica” ha quedado desplazada, la “crítica” se ha caricaturizado. Nosotros, en todo caso.

Naufragamos en una época de soberbias absolutas que tienen como medida justa la moral y ética de la manada, de cierta manada hay que decirlo así, somos miles de manadas sin sociedad estable, de eso varios problemas de gobernabilidad. Moral y ética difieren entre castas, minorías reales y autoimpuestas. Perdón por la obviedad, por demás manoseada, el mundo digital es el ejemplo perfecto el extremo soberbio donde las asimetrías ideológicas aniquilan incluso a quienes dictan su moral a bocajarro. Por otra parte, los flujos de los hacedores de noticias van por su propio circuito, los activistas por otro, los que dan la batalla de género obligan su cauce, sumado a esto quienes luchan por lo políticamente correcto aceleran el paso en el maratón de contenidos, en su mayoría, bastante absurdos. Esta es una magnífica época de santos sin crucifixiones, sin la tarea propia del verdadero martirio, con una multiplicidad de santos inmediatos que han vuelto profana la no pertenencia a las manadas. Mientras escribo estoy al bordo de caer en el extremo soberbio. El mero ejercicio crítico apunta la brújula.

A inicio de los años 60 del siglo XX, Ismael Rodríguez, dio a conocer una de las obras fundamentales del cine nacional: Ánimas Trujano, el hombre importante. La película fue protagonizada por el actor japonés Toshiro Mifune, el séptimo samurái de Akira Kurosawa, y Columba Domínguez. Esta obra cinematográfica se basó en la novela La mayordomía de Rogelio Barriga Rivas donde queda plasmada la vida de un hombre que, sin merecerlo, sólo porque así lo piensa, debe ser el mayordomo del poblado oaxaqueño donde radica. Convertirse en mayordomo del lugar consiste en “ser”, durante tres días, el hombre más importante. Tres días en los cuales el elegido por la iglesia y la comunidad, deberá consentir al pueblo del que se convierte en guardián, proveedor del pan y

la sal, del bienestar, de la paz, la justicia y la bondad. Un estuche de calidad moral encomiable.

Ánimas, personaje principal de la obra, es la representación del capricho, de sus intereses más pedestres, por encima de las necesidades de los otros, de la soberbia absoluta. Al inicio de la película fallece su hijo y es costumbre velar al fallecido en medio de una fiesta que reclama como propia mientras se embriaga: “yo puse al muertito”. A lo largo de la obra todos justifican el proceder del personaje de Mifune. Su mujer dice a uno de los hijos: “no diga nada en contra de su tata, él siempre tiene la razón”, hay que ser CORRECTOS hacia el padre como una condición funcional en el seno de la familia. Todos son copartícipes de los arranques y ocurrencias de Ánimas, que vive ladino en su realidad a pesar de su familia y de la comunidad. Un hombre sin oficio ni beneficio.

Ánimas, acusado de intento de homicidio, descansa tras las rejas mientras su esposa va al encuentro del padre de la víctima que, por cierto, se niega a firmar el perdón que le brindaría al protagonista una reducción de su condena. “No lo perdones, señor, pero perdónalo, firma”, pide la esposa del encarcelado. “Pero qué tonta eres, mujer”, contesta el padre de la víctima. Ya en libertad, el personaje de Mifune logra convertirse en Mayordomo, recauda el dinero gracias a que vende a su nieto a un latifundista. Ánimas consolida la ficción de su vida, arrastra a todos a la desgracia, fue un hombre libre a costa de los demás. Nadie puede negar a Ánimas Trujano su calidad de hombre moderno, digamos hombre unidimensional en la acepción de Herbert Marcuse donde su paranoia surge por sentirse desplazado de la masa pueblerina, no “ser”. Religión + Costumbres + Pobreza. Durante toda la obra, Ánimas, se encomienda a los santos, bendice barajas, monedas, entre otras cosas… para culpar a la religión y a la suerte de su

mala fortuna. Culpa al mundo de todo aquello que no encaja en sus parámetros, en todo aquello que lo ofende.

Respecto a los parámetros:

Hace unos días, vi un video bastante curioso en el que dos mujeres blancas ofenden a un hombre negro que no llevaba cubre bocas en un centro comercial. Ambas, al borde del paroxismo, lo golpean, le gritan. Cuando éste reclama, ellas en una fracción de segundo, recapacitan al ver que las graban y gritan: “Black Lives Matter”. La situación se torna no sólo absurda sino ridícula por la contraposición idealista de las mujeres. Por una parte, reaccionan desbordadas a este “higienismo” [como llama Markus Gabriel a la paranoia por la pandemia], y por otra se limitan en sus ofensas pasivo-agresivas porque pueden ser catalogadas como racistas. Qué encrucijada tan salvaje. Qué perdida de la libertad tan compleja frente a dos fenómenos de la realidad. En el ánimo de las mujeres, lo políticamente correcto, ponderó por encima de su “salud”. Bajo la lógica de las mujeres el hombre estaba equivocado… Bajo la lógica del hombre, lo agredían por ser negro. En ese caso triunfó la “vergüenza” que por un instante dominó cualquier otra pasión.

En este siglo, los escenarios solipsistas y soberbios se construyen, como siempre ha sido, sólo que ahora exacerbados, sobre las bases de la ficción, de mundos posibles y discursivos que son concretados gracias a la tecnología depurada y alejada de todo tipo de “vergüenza” ética. Después de todo la ciencia es aséptica a la vergüenza por sí misma.

Mientras se re conceptualizan los movimientos políticos soberbios del nuevo siglo: unos hacia el conservadurismo nacionalista extremo y otros en el escenario utópico de equidades libertarias que pretenden abolir el “género”. Esperamos

atentos a que un hombre [Elon Musk] experimente en un cerdo su idea que consiste en subir nuestra memoria al mundo digital. Otro más, [Mark Zuckerberg] anuncia su “Metaverso” como la panacea futurista que nos permitirá, claro está, convivir con los demás sin estar presentes. Ser carne y sangre, voz y tacto, que perderá su originalidad… claro que para eso existen ahora los NFTs… nuestro futuro identitario. Respecto al Metaverso, no podemos contravenir el futuro, no obstante, reparemos en la eliminación de las libertades auto impuestas y celebradas desde la “soberbia” de ser únicos y copartícipes de una sociedad intangible ya, que pretende ser normada en extremo, como se pretende ahora. En pleno siglo XXI, en la era de la libertad digital, todo es prohibitivo: decir, yo amo… mi “yo” pronunciado ofende a alguien, por tanto, mi existencia. Es el hombre la medida acrítica y risible de todas las cosas.

¿Qué sienten los otros?

Cuando me refiero a que debemos pensar en los otros, en el sentir de los otros olvidando nuestra soberbia, no pretendo llevar al extremo la idea que roza en la victimización que tanto daño hace a cualquier sociedad, por lo menos, occidental. Victimizarse es uno de los principios que fortalecen los pilares de todo aquello que es políticamente correcto y que llevará tarde o temprano a guerras entre débiles mentales. Me encanta el ejemplo de Star Trek: una sociedad está en guerra con otra durante siglos… ambos juegan a la muerte a partir de tableros digitales. Todos los días, cierta parte de la población debe entrar a unas cámaras de muerte, ofrecen su vida para lograr la armonía, para honrar el sentir de los enemigos que a su vez aniquilan a su población de la misma forma. Al ser cuestionados acerca del porqué de sus acciones dicen: el “programa” así nos lo indica para lograr la paz… siempre ha sido así.

Defiendo, por supuesto, la libertad de expresión. No defiendo la soberbia como herramienta fundamental que castra a las libertades de expresión. Debemos regresar al momento en el cual, si es que existió, éramos capaces de pensar: esto que voy a decir es una estupidez, antes de decirlo, y callar. Hoy, “la libertad de expresión” está sujeta a las cadenas de la soberbia en sí. “YO” defino qué es la verdad, qué es la libertad, cómo puedes nombrarme… habría que decirles a muchos libres pensadores liberales que las cacerías de brujas se dan, tarde o temprano, para reorganizar a las sociedades de nuevo, así sea simbólico…

Y ahora que he dicho con este texto, desde mi soberbia y calidad moral, lo que opino, pregunto: ¿aquellos periodistas que conscientemente suman a la desinformación y a la debilidad de la prensa crítica misma, han olvidado su verdadera función en la sociedad? El periodismo es también bastante soberbio y copartícipe de la debacle social. Mientras más se limite a sí mismo, el periodismo, a mencionar las cosas por su nombre más credibilidad pierde… pues no es labor del periodismo avalar los procesos naturales de la sociedad sino exponerlos… Los medios no dictan reglas sociales, no lo olvidemos, no seamos soberbios. Respecto al gobierno… la amoralidad misma es la consumación de la soberbia.

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