Hace un par de semanas conversé con el economista francés Jacques Attali , un hombre bastante sencillo si dimensionamos el papel político que jugó en la consolidación del proyecto de la Unión Europea, que hoy se fragmenta con la salida de Reino Unido. Attali fue el presidente fundador de la Banca Europea para la Reconstrucción y el Desarrollo luego de la caída del Muro de Berlín, un pensador que ha tejido la historia de Francia en las últimas décadas como asesor de los líderes galos desde François Mitterrand hasta Emmanuel Macron.
Nuestra plática se centró en la desgracia económica que dejará la pandemia, un panorama apocalíptico debido al aumento de la pobreza extrema en todo el orbe. De los postulados del economista rescato el siguiente: “Tenemos que trabajar en beneficio de las generaciones venideras; actuar de forma altruista hacia nosotros mismos incluido el mundo animal. Debemos poner en marcha un ‘altruismo racional’ como llamo a un egoísmo a favor del cuidado de la humanidad”. La idea en su contexto es sencilla: de la globalización debemos tomar aquellas ideas que generan bienestar eliminando la conceptualización negativa de lo global, porque son los aspectos negativos los que potencian el resurgir de populismo.
Me genera malestar la idea de la pobreza extrema como herencia de la pandemia porque la pobreza es la acepción de la esclavitud en el siglo XXI, aminorada en su gravedad por el eufemismo político y correcto. Si la clase media, hoy proletaria según la apreciación de Attali, acaricia los linderos de la pobreza extrema, pronto se dará la reflexión de la esclavitud funcional porque la movilidad social será cuasi inexistente e inclusive la educación dejará de cumplir ese cometido. ¿Cómo podrá la globalización eliminar la pobreza para validar el bienestar como un rasgo positivo de lo global? La pobreza es motor del populismo y, al no erradicarla de la globalización positiva, es demagogia pura; es un discurso tramposo. Aunque celebro algunas ideas del economista francés, el eurocentrismo que rige su crítica me provoca desconfianza, pues no puede negar su herencia colonialista y selectiva.
El año pasado me reuní con Markus Gabriel, figura de la filosofía alemana contemporánea que, para mi desilusión, hizo hincapié en que los países en vías de desarrollo deben apoyarse en Europa para prepararse intelectualmente; las escuelas de Europa continental cuentan con la experiencia y las herramientas necesarias para prepararlos/colonizarlos a todos. Esto ocurre desde hace décadas, claro está y provoca la reflexión del intento desesperado por parte del bloque europeo por no perder su lugar como pilar de la cultura mundial al inicio de este milenio. Sería escandaloso eliminar del vocabulario los principios grecorromanos/judeocristianos que nos rigen. En palabras de Attali, “cambiar nuestra atención del Océano Atlántico al Pacífico”. Debemos reconocer, sin generalizar, que ciertos países europeos que conforman el bloque simbólico saben quiénes son, cuáles son sus objetivos y para qué existen, máximas culturales que deberíamos atender como mexicanos para alejarnos de la autocomplacencia nacional; sin embargo, en nuestras raíces está el servir como herencia ancestral y no la rebeldía que todo lo cuestiona a pesar de Dios o, en nuestro caso, a pesar de los dioses.
La conversación con Attali incitó mi interés por comprender qué es México. Es una pregunta que puede responderse sin discusión con la vaguedad de nuestro lema “La patria es primero”, adjudicado al insurgente Vicente Guerrero; una frase vacía porque la patria [que en su raíz es el padre] es la tierra en este contexto y por definición no es nada. Se necesita de la gente para que tenga sentido el lodo que se pisa, la tierra sobre la cual se fundan naciones y símbolos. Inclusive el Siervo de la nación, José María Morelos y Pavón, cuando exclama “morir es nada cuando por la patria se muere”, se corresponde a la perfección con Guerrero; no obstante, en su complicidad filosófica, el pueblo queda fuera. Quizá habría valido la pena olvidar la patria y decir: “La gente es primero”, bajo el contexto independentista. Nuestro lema es tan vago como el español “Plus Ultra [Más allá]”, que tiene sentido en la concepción del imperialismo de la conquista; sin embargo, hoy no tiene relevancia al igual que la “patria” mexicana.
¿Qué es México? Tengo en la memoria las frases de presidentes y de la gente que afirma que “México es el país que se engrandece frente a las adversidades; México es el país que se une ante las desgracias; México siempre ha resistido calamidades porque tiene fortaleza espiritual; los mexicanos siempre sabemos salir adelante”, y podría seguir. Estos no son rasgos culturales que deban celebrarse ni validarse; los países, todos, resisten a las calamidades porque en su franca naturaleza está apelar a la supervivencia a pesar de las debacles sociales, naturales o políticas.
Celebrar estos discursos es apoyar la demagogia sin importar los líderes políticos en turno, de quienes debemos huir como democracia y pueblo crítico. Apropiarse de estas declaraciones es aceptar de manera consciente el sufrimiento, la abnegación y el complejo de inferioridad que abraza a nuestra cultura y que nos define en el mundo donde no estamos acostumbrados a ganar. Acepto las críticas que esto pueda provocar.
Hace apenas un par de semanas, Sergio Pérez, piloto de la Fórmula 1, ganó el Gran Premio de Sakhir, el primero en su larga trayectoria, lo que generó inexplicables diatribas de connacionales y celebraciones internacionales. No soy seguidor de la Fórmula 1, aun así, la victoria del mexicano me dio mucho gusto. Mi pregunta es: ¿Por qué celebramos una victoria de vez cuando y no estamos acostumbrados a ganar? Este mexicano tuvo que demostrar durante toda una década que contaba con el talento suficiente para que lo fichara un equipo de primer nivel; es demasiado tiempo trabajando para convencer a una élite. ¿Qué lo alejaba del objetivo? ¿Acaso el estereotipo de ser mexicano en un deporte europeo?
Siguiendo con el tema deportivo, sabemos que México es un país como otros donde el futbol es una religión y carece de victorias internacionales trascendentes en las justas deportivas. Las selecciones menores han logrado títulos mundiales pero los equipos mayores sufren por el susodicho quinto partido, lo cual, debo ser honesto, me provoca curiosidad porque no logro comprender dónde radica el problema de la victoria no alcanzada: ¿en la estrategia, en el rendimiento del jugador, en la mentalidad que se debate luego de las derrotas?
Este deporte es relevante porque retrata a la perfección la idiosincrasia mexicana que ante la derrota sucumbe al sufrimiento, la abnegación y el complejo de inferioridad que justifica la debacle sin reparos. Hace poco más de 14 años, cuando la selección nacional de futbol vistió por primera vez el uniforme negro, escuché a varios comentaristas decir que ese uniforme era una falta de respeto al pueblo mexicano porque no se honraban los colores que nos daban identidad. ¿Por qué empequeñecernos parece ser un rasgo de nuestra mentalidad?
Ahora bien, en el ámbito diplomático siempre me ha llamado la atención lo siguiente (y ojalá algún lector de Cancillería me lo explicara): ¿Por qué un primer ministro o líder extranjero llega a México y se mide con su par y, sin embargo, el presidente mexicano viaja a California, por ejemplo, y lo recibe un líder sindical sin presencia del presidente estadounidense, ni del gobernador del estado, ni de figuras de un nivel jerárquico equivalente? Si el mandatario que nos representa y es el rostro del país se sobaja de esa manera, qué podemos esperar de nuestra sociedad. No deseo polemizar por polemizar, pero esto habla bastante del lugar que ostentamos como cultura.
Todo esto es México, un país donde no estamos acostumbrados a soñar, siendo esta la materia prima de todo acontecer que vale la pena recordar. En El Laberinto de la soledad, Octavio Paz escribió: “La resignación es una de nuestras virtudes populares. Más que el brillo de la victoria nos conmueve la entereza ante la adversidad”, y sumaría a las palabras del maestro: el fracaso es la tradición que nos define en la identidad. Sin duda, celebro el éxito de todos los mexicanos, lo que no celebro es que elogiemos a tan pocos ciudadanos y con tan poca frecuencia, que se vuelva un hecho extraordinario cuando debería ser lo propio y lo común y, cuando las figuras son las mismas, se desgastan y provocan el desprecio de su propio pueblo que no tiene más rostros en los cuales reflejarse.
El próximo año hay elecciones en México para maniatar al presidente en turno en la cámara de diputados federales. Cada quien tendrá sus motivaciones, pero observo en la obviedad cómo la oposición basa sus uniones ciudadano-políticas en discursos cuyos únicos objetivos giran en torno a tumbar del pedestal al presidente que materializó un sueño con su lema “Juntos haremos historia”… e innegablemente lo está logrando. ¿Y qué hay de la oposición? ¿Acaso no sueñan? Alejándonos de la teoría política con discursos recurrentes y sin originalidad, recordemos a Martin Luther King. Su trabajo a favor del Movimiento por los derechos civiles en Estados Unidos se cristalizó bajo el discurso del “Yo tengo un sueño”. La pregunta retórica para nuestros políticos es muy sencilla: ¿Qué sueños tienen para el pueblo que desean gobernar? No quiero escuchar de ninguna manera la frase trillada: “Un mejor país para todos”. A las figuras políticas les hace falta pasión porque, en el ánimo de querer gobernar, olvidan el amor no sólo al prójimo sino a la nación.
Adecuaré la tesis de Jacques Attali a nuestro contexto y hablaré de un “altruismo nacional”, basado en un egoísmo a favor nosotros pensando en México como un proyecto romántico:
¿Qué es México?
Es una región donde los sueños reales de la gente que le da vida y rostro al país no son escuchados; una nación cuya historia a lo largo de los últimos cien años no ha tenido un cambio crucial. Seguimos acariciando los problemas discursivos y reales de la desigualdad social, la pobreza del campo y la educación deficiente, mientras el resto del mundo vive una revolución tecnológica y comercial. Somos una cultura que importa conocimiento en lugar de exportarlo; que le teme al avance científico; que no repara en el valor del potencial de los ciudadanos; que hace del mínimo esfuerzo su lema tácito. Somos un país que aún no es una patria, pues no hay consenso acerca de la ruta trazada que los mexicanos debemos seguir en conjunto y a nuestro favor. Olvidemos ya el siglo XIX y el XX. Somos también una vasta extensión tierra donde la religión es más fuerte que la ciencia. Tenemos, a mi pesar, una tradición de agandalle arraigada en los huesos.
¿Qué necesitamos?
Redefinir nuestra cultura; olvidar el sufrimiento, la abnegación y el complejo de inferioridad que nos invade. Somos parte de este mundo y por tanto debemos reclamar nuestro lugar, hacer del triunfo parte de nuestra identidad; medirnos con los demás como nuestros pares y no con temor; hacer que los niños dejen de decir “mande”; enseñar religión, pero como historia, para eliminar los fanatismos y conservadurismos que juegan en contra de la ciencia y tecnología. Es necesario dejar de romantizar el campo y el indigenismo; revalorar y posicionar la educación de la ciencia, la tecnología y las artes a manera de un trívium contemporáneo; modificar la constitución en su médula a favor de los retos del siglo que inicia; eliminar para siempre la senectud ideológica de la política; ser verdaderamente críticos con nosotros mismos sin condescendencias. Dejemos de validar la mediocridad.
¿Por qué?
Porque no quiero que en 30 años mis hijos escriban o se enfrenten con las mismas problemáticas absurdas del momento. Porque no deseo que en 60 años mis nietos conversen con sus padres acerca de los mismos problemas pedestres del campo, la educación y la pobreza; porque, si eso ocurre, habré fallado, así como mis padres fallaron al heredarme esta “patria” sin destino que se ha quedado rezagada en su rol de cara al mundo y a su tiempo.
Este año que inicia deberá ser de grandes cambios. A ver si quienes anhelan el poder se ponen a estudiar más allá de la consigna política [pero al verlos lo dudo]. De verdad, quiero escuchar: “Yo tengo un sueño”, y no fórmulas porque cualquiera redacta un plan de gobierno, sin embargo, necesitamos con urgencia definir un destino histórico que no tenemos. Así el romanticismo…