A lo largo de nuestra historia, por lo menos después de la revolución, ha sido común escuchar afirmaciones condescendientes como: “México es el país que se engrandece frente a las adversidades; México es el país que se une ante las desgracias; México siempre ha resistido calamidades gracias a su fortaleza espiritual; los mexicanos siempre sabemos salir adelante”, y podríamos seguir enumerando frases vacías que nos han nutrido de un nacionalismo vano. Estos rasgos culturales y tradicionales no deben celebrarse ni validarse; los países, todos, resisten a las calamidades porque la franca naturaleza del ser humano es buscar la supervivencia.

Durante los últimos cuatro años, hemos aprendido que las ideologías ancladas en el romanticismo conducen si no al fracaso, sí a la polarización. Más allá de las políticas actuales del gobierno [que enaltecen algunos proyectos y a otros los hacen padecer un caos indolente], la realidad que arrojan los datos del propio gobierno es que la pobreza no disminuye, sino que, faltando a todo tecnicismo, se pausa en el discurso. La violencia extrema es la imagen más fiel [y trillada] del país y la corrupción, probada [aceptada por el ejecutivo] y desmedida, ha debilitado a las instituciones hasta la agonía. Hoy, como nunca, vivimos un caos absoluto que ya deriva en estallido social “transfigurado”. El encapsulamiento por el crimen organizado de regiones como Tijuana y la antes intocable Ciudad de México, además de estados como Sonora, Sinaloa, Jalisco et al., son el claro anuncio del desplazamiento del orden y la paz social hacia el interior del Estado. La fragmentación es parte del estallido.

Así pues, es tiempo de olvidar los grandes discursos que pocos escuchan y aún menos comprenden. No podemos continuar promoviendo el mito de un México fuerte con un proyecto de gobierno absoluto. Debemos entender que esta nación está fragmentada por ideales incongruentes, necesidades desbordadas y una violencia que, junto con la pobreza, subyugan a las comunidades. Cada región, a lo largo y ancho de la república, cuenta con reglas propias y un entendimiento particular de la democracia que no puede manipularse por completo desde el centro del país. Si no comprendemos esto, cometemos un error estratégico que nos alejará de los cambios sociales y políticos que son el fundamento de la lucha como sociedad.

Cuando se trata de reconstruir y unificar, la indignación no basta. Hoy debemos generar consensos entre jóvenes estudiantes, mujeres y hombres, padres de familia, abuelos; apelar a la conciencia individual; dirigirnos a grupos específicos y por separado; dejar a un lado los intentos de convencer a una masa. Debemos reflexionar, ser determinantes, actuar y visualizar las propuestas reales e inmediatas que impacten en las comunidades, porque este tampoco es el momento de prometer a largo plazo; la gente ya no espera, necesita validar de manera constante su confianza.

Las elecciones del 2024 están a la vuelta de la esquina y podemos decir que la pregunta retórica para nuestros políticos es muy sencilla: ¿Qué sueños tienen para este país que desean gobernar? Ya no queremos escuchar de ninguna manera frases trilladas como: “Lograr un mejor país para todos”. A los mexicanos, en la calle, no les interesa el país entero, sino sus realidades inmediatas, a nadie le importan las banderas comunitarias generalizadas. El mensaje que podría permear en el discurso futuro de todo político que se jacte de ser disruptivo debería considerar propuestas desde una redefinición conceptual a partir de las “obviedades”:

¿Qué es México?

Es una región donde los anhelos de la gente que le da vida y rostro al país no son escuchados; una nación cuya historia, a lo largo de los últimos cien años, no ha experimentado un cambio crucial para bien, por el contrario, ha retrocedido en los mínimos avances ya logrados.

Pasan las décadas, sexenios van y vienen, y seguimos contemplando los problemas discursivos y reales de la desigualdad social, la pobreza del campo y la deficiencia en educación, mientras el resto del orbe vive una revolución tecnológica y una vorágine comercial.

Somos una cultura que importa conocimiento en lugar de exportarlo; que le teme al avance científico; que no repara en el valor del potencial de los ciudadanos; que hace del mínimo esfuerzo, su éxito.

Somos un país dividido que aún no es una patria, pues no hay consenso acerca de la ruta trazada que los mexicanos debemos seguir en conjunto y a nuestro favor.

¿Qué necesitamos?

Redefinir nuestra cultura; olvidar el sufrimiento, los estereotipos, la abnegación y el complejo de inferioridad que nos invade… y, curiosamente, son estos focos discursivos los que reinan en el discurso moderno desde el socorrido progresismo victimista.

Somos parte de este mundo y por tanto debemos reclamar nuestro lugar, hacer del triunfo parte de nuestra identidad; medirnos con los demás como nuestros pares y no con temor.

Es necesario dejar de romantizar el campo y el indigenismo; revalorar y posicionar la enseñanza de la ciencia y la tecnología; recordar que ya no somos aquella nación colonizada del pasado y que somos parte de un mundo moderno que, si bien honra su pasado, no se queda anclado en él.

Hace falta eliminar la senectud ideológica de la política, ser verdaderamente autocríticos sin condescendencias. Dejemos de validar la mediocridad.

¿Cómo hacerlo?

La marcha a favor del INE tuvo éxito respecto a otras marchas de la “oposición” porque la estrategia de correr la invitación de boca en boca fue medular. Se debe hacer “micropolítica” de urgencia. No se debe obligar a nadie a creer en los actores políticos de manera incuestionable, sino invitar a la gente a pensar en su presente, convencerlos de que podemos alcanzar el futuro que desean e ir de la mano buscando propuestas y soluciones.

No es tiempo de prometer grandes proyectos, sino de ofrecer un sólo proyecto de nación que nos invite a cuestionarnos. Si entendemos esa estrategia, sabremos nombrar sin equívoco las propuestas para cada región, para cada comunidad, sin dar vida a un sólo discurso sordo y sin sentido. No podemos hablar de “México”, sino de un país que juntos ayudaremos a nombrar y a definir.

Es hora de potenciar la participación ciudadana desde una microescala hasta llegar a una escala absoluta, creando mapas de transformación estratégica testimonial para los ciudadanos y sus comunidades, pues esto ayudaría a generar un cambio discursivo desde la raíz con acciones palpables y demostrables, que es lo que más se necesita en estos momentos. De esta manera, llegaremos a una resignificación de los conceptos políticos más comunes en la sociedad, sin repetir los conceptos del oficialismo.

Podemos hablar de “democracia” definiéndola como la “visualización” del país que deseamos tener. Podemos hablar de la “libertad” o de “ser libres”, pero definiendo esto como la “determinación” real de generar cambios. En la medida en que transformemos el significado de las palabras y los conceptos clásicos con objetivos claros, podremos jugar bajo los mismos términos clásicos, pero con objetivos mejor definidos.

Los ciudadanos deben visualizar su realidad inmediata y comprender cómo, a partir de la determinación de sus acciones e ideas, pueden generar un cambio paulatino, y hay que hacerlo a pie de calle.

Es momento de hacer micropolítica, de actuar en pos de la reconstrucción, de identificar a los grupos (médicos, profesionistas, adultos mayores, mujeres, académicos y estudiantes de posgrado), no prometer un cambio inmediato de la realidad del país, sino la posibilidad de reconstruir todo aquello que ha dejado de existir.

Hago hincapié en el casi solipsismo político, esto es: más allá de la notoria obviedad de las ideas, hay que eliminar todo idealismo cultural que provenga de las corrientes marxistas que derivan en metafísica sustentada en la adjetivación ad absurdum, por tanto irreal, por la generalización de las problemáticas que, como ya dije, no forman parte del ideario total del país. En la última entrega escribí, y parafraseo: si se aborda la pobreza como figura retórica, esta misma es ficticia, pues la pobreza no atiende a la generalidad. En este sentido, tema a tema, conflicto por conflicto debe atenderse sin flautas mágicas.

El Barón de Montesquieu, Charles-Louis de Secondat (1689 - 1755), escribió: “Para que no se pueda abusar del poder, es preciso que el poder detenga al poder”, la gente unida por sí misma no detiene el refortalecimiento de las figuras en el poder. Hay un matiz sutil. La fortaleza de todo movimiento no está en la unificación de un sólo deseo, sino en el egoismo de los deseos propios que se deben consensuar. Reafirma Montesquieu: “Los países no están cultivados en razón de su fertilidad, sino en razón de su libertad”. Reparemos en que toda unificación, sinónimo de fertilidad, anula las libertades. Pensemos en la política

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