Son tiempos complejos para hablar de política, religión y democracia; no obstante, ¿cuándo no son tiempos delicados para abordar dichas cuestiones “radicales”? En las últimas semanas he escrito que la Historia no nos arropa igual a todos porque seleccionamos solo aquellos momentos o situaciones que logran coherencia en nuestra cotidianidad. Si somos honestos, estamos obligados por naturaleza a crear nuestras tradiciones ignorando el pasado de los otros, incluso los vínculos familiares. Soy hijo de mi padre, pero su familia no me representa, mismo caso del lado materno; opté por un desarraigo de la sangre para controlar mi presente. Hayden White en “El peso de la historia”, escribió que ”[…] el historiador no sirve a nadie construyendo una continuidad engañosa entre el mundo actual y el anterior. Por el contrario, hoy más que nunca necesitamos una historia que nos eduque en la discontinuidad; porque la discontinuidad, la perturbación y el caos son nuestra suerte […]”. La idea de White es concisa, el caos del momento nos dicta la verdad de las cosas, no hay una sola verdad ni una sola mentira para lograr la estabilidad que nos urge hoy.
Recuerdo que, hace por lo menos 15 años, conversaba en un taller filosófico acerca del impacto del terrorismo y la guerra en el ideario de los habitantes del norte de México por su vecindad con Estados Unidos. Antes que comprender el contexto, los compañeros rechazaron esa verdad porque México, como país, no tenía relación alguna con el terrorismo. Me sorprendió la estrechez mental de estos personajes. En principio ganó el centralismo por encima de la razón; sin embargo, mi argumento fue que era necesario considerar que México es uno y miles en sus diversas regiones, intereses y creencias que nos distinguen de norte a sur. Para intentar contrastar los puntos de vista, comenté mi lejanía con el movimiento estudiantil del 68 o con la Matanza del Jueves de Corpus, en 1971, y la poca relevancia de esos acontecimientos en mi contexto. La reacción de los compañeros fue de indignación, no los culpo, pero es una muestra de la conquista del discurso histórico generalizado en el ideario de una nación. Lo que para mí era olvido, para ellos era memoria obligada y viceversa.
Hace un par de meses, respecto al conflicto entre Israel y Palestina, escribí que no soy partidario ni defensor de judíos ni palestinos. Para el mundo occidental, Hamás es un grupo terrorista y, para ciertas comunidades palestinas, son grupos que buscan la independencia total. Para muchos, Benjamin Netanyahu es el epítome del sionismo, movimiento que en su núcleo también busca la independencia de Israel, mientras que otros ciudadanos de Israel lo consideran un personaje abominable; sin embargo, el cabildeo de los intereses judíos es tan fuerte que posicionarse respecto al tema es un anatema so pena de ser despreciado. Por otro lado, por triste que sea la muerte de miles de personas, niñas y niños, mujeres, hombres y abuelos de ambos bandos, la vida de estos no vale más que la vida de los miles de muertos en Ucrania, o los miles de migrantes muertos en cualquier playa o rincón del mundo. Y, para un grueso de la población, esta parte de la historia moderna no es relevante ni entrañable en su tragedia. Esta dimensión, por injusta que parezca, es real.
Martin Amis [1949-2003] escribió “La zona de interés” hace una década, novela recién llevada al cine por el director Jonathan Glazer, una mente brillante y alejada del mercado espectacular de Hollywood que mereció fuertes críticas por su discurso de aceptación del Oscar. El director declaró: “ahora comparecemos aquí como hombres que se niegan a que su judaísmo y el Holocausto se vean secuestrados por una ocupación que ha llevado al conflicto a tantas personas inocentes, ya sean las víctimas del 7 de octubre en Israel o del ataque que se está llevando a cabo en Gaza”. Ahora bien, la adaptación de la novela llevada a la pantalla habla de una familia cuya casa colinda con los muros de Auschwitz, mientras que, del otro lado, ocurre la aniquilación de miles de judíos. Para la familia germana, vivir en una mansión campirana es lo único relevante.
A pesar de ser judío, las palabras de Glazer fueron tomadas con desprecio por ciertas comunidades. Entre los argumentos que utilizaron para denostarlo se dijo que no se podía permitir que la memoria y el nombre de millones de judíos muertos en el Holocausto quedaran manchados por declaraciones como las del director. Ahí radica el problema: el Holocausto judío, así como las decenas de holocaustos africanos y rusos, forman parte de un pasado que no se niega, pero está en franco camino hacia un olvido paulatino. Eso no se tolera. Glazer habla de su realidad y hace una crítica certera. Todos son responsables de la tragedia moderna, judíos y palestinos, pero esa tragedia está focalizada y no forma parte de la historia de otros tantos.
En México, por ejemplo, estamos en camino hacia unas elecciones históricas. Lo son, no por el gran ejercicio democrático del país, sus políticos y los ciudadanos, sino porque una mujer ocupará la silla presidencial. Aunque esa historia nos une como país, al niño jornalero y a sus padres en Guerrero, Baja California, Sonora y Sinaloa la historia de la democracia será una anécdota más de un día soleado. La supervivencia es la historia que los marca y los une.
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