Hace poco más de una década, Sebastian Junger, periodista y narrador estadounidense, publicó su libro "War", en el que hacía una crónica acerca de la vida y misiones de un pelotón de infantería apostado en el valle de Korangal al noreste de Afganistán. Su obra exploraba en letra y video (existe un documental al respecto) una zona remota entre montañas cuyo atractivo militar radicaba en contabilizar las muertes, tanto de soldados estadounidenses como de talibanes, al tiempo que se defendía un flanco que perdió relevancia conforme avanzaba la guerra de ese tiempo.
Ambos bandos, como en toda batalla redentora, tenían a un dios que justificaba la muerte, el patriotismo y el derecho a tener la razón sobre el conflicto que había orillado a la guerra a los países protagonistas, una política de absurdos innegables. Los soldados estadounidenses llevaban la palabra “Infidels” (“Infieles”) tatuada sobre su pecho, pues así los llamaba el enemigo que vivía su guerra santa y ¿por qué no habrían de darles la razón?
Una gran parte de estos combatientes regresó a casa con estrés postraumático, padecimiento innegable que he visto de primera mano con soldados de otras zonas de Irak y Afganistán.
Algo relevante que se afirma en el libro es que muchos de los soldados combatientes preferirían regresar al campo de batalla, y no por el gusto de matar, sino porque dentro de la catástrofe encuentran un punto de comunión con sus compañeros. Ahí, aunque postrados ante la dureza de la guerra, no están solos. Son unidad, una que al regresar a casa no existe porque nadie intenta acabar con ellos. En sus casas existe, pues, la demagogia familiar y política que pronto los abandona… el grado de héroe se difumina en la memoria.
Vivimos en un momento histórico de héroes naturales a pie de calle y digitales en el campo minado de las redes sociales, de una abrasiva demagogia nacional que tiene el poder de controlarlo todo: opiniones, gustos, sentires, inclinaciones políticas y sociales sin dar concesiones, obviedades más que estudiadas.
Los mexicanos del momento somos como esos soldados que han regresado de una guerra extraña, hacia la cual jamás partimos, y disfrutamos de los bienes y los traumas de la victoria discursiva en nuestro escenario que es el confinamiento autoimpuesto, y no obligado por el estado, ante la pandemia que encumbra mártires y presenta enemigos matutinos en las conferencias del presidente.
Ante la pandemia, nuestra sociedad se erige como un pilar de la ignorancia que nos interna en una catástrofe. Y en la risa emanada de la ocurrencia de los gobernantes (hasta hace unos días, ya que la realidad ha llegado a sus puertas) tiene a su más fiel aliada para prolongar la estupidez. Basta con ver al senador de la república y representante del estado de Coahuila, Armando Guadiana Tijerina, hacer chistoretes ante los reporteros cuando se le cuestionó por qué no usa un cubrebocas ante la pandemia: “de algo me he de morir”, replicó.
En diferentes puntos del país, noche a noche se escuchan celebraciones, fiestas sinfín de ciudadanos libres, de zonas marginales y también de círculos más acomodados, que luchan con coraje en contra de los oficiales que acaban con sus reuniones en medio de la emergencia sanitaria. Estos dicen no creer que exista una enfermedad que está quitándole la vida a miles de personas diariamente; es lógico que piensen así cuando la tragedia aún no toca a sus puertas. Lo que no es lógico es la ignorancia que ondean como bandera sin tregua.
Pero ¿qué podemos esperar de una sociedad como la nuestra, en la cual los criminales les rezan a los santos cada 28 de mes para luego ejercer su oficio, y el presidente de México eleva por los cielos un escapulario que observa fijamente durante un proceso de transubstanciación que lo prepara para luchar en contra de los “infieles” y herejes que atentan contra su gobierno? Sólo que es el pueblo mismo el enemigo contra el cual lucha y, para domesticarlo, juega la carta cristiana de la culpa, del sacrificio y el flagelo, pero quienes fuimos educados en la fe religiosa sabemos que en los círculos de la fe misma es donde la hipocresía es más férrea.
El éxtasis violento que ha generado la pandemia nos mantiene en tensión, alerta y a la defensiva. Nuestra sociedad, nosotros, estamos separados, por desgracia, en bandos ideológicos en los que unos niegan las realidades sanitarias y otros intentan generar conciencia en sus comunidades. Ambos bandos terminan por enemistarse entre sí y pierden el objetivo común que debe ser, en todo caso, la unidad por el bienestar. Por romántica que parezca esta lógica, es uno de los principios de la paz que debe preponderar por encima del caos en todo momento, y en esta emergencia es vital comprenderlo. Pero entre seguidores de la virgen morena y los “conservadores” es complicado generar consensos.
El juego de los animales políticos debe estar a favor del pueblo y no aprovechar el trauma social por la pandemia para dividir aún más. No obstante, es difícil lograr esa paz y unidad nacional cuando el protagonista, en este caso el presidente Andrés Manuel López Obrador, juega a no ser el líder, a no mancharse las manos con las decisiones que toma tras bambalinas y echa por delante a sus saltimbanquis.
El regreso a casa desde Afganistán, esto es, el cambio por el cual se votó a López Obrador, no ha sido tan conveniente y muchos, cual deprimido veterano, desean volver al pasado, a lo conocido que brindaba una certeza imperfecta, y esa es la condena del soldado mismo que morirá tarde o temprano engañado, al tiempo que el general, al que le concedió su confianza, no arribó jamás al frente de batalla. Ni Ricardo III, el personaje shakesperiano, se escondió detrás de la corona en la guerra… y habría sido divertido, si el rey en lugar de clamar por su caballo, hubiera enarbolado su escapulario.
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