Mientras escribo, leo los lamentos sociales por la muerte, a manos del crimen organizado, de dos sacerdotes jesuitas: Javier Campos Morales y Joaquín Mora Salazar, asesinados en la sierra tarahumara. Se dice que ya se tiene en la mira al responsable de los hechos (no sé si creer semejante declaración oficial); sin embargo, no hay más remedio, las fiscalías tienen tan mala reputación que es imposible creer cualquier declaración, así sea del ejecutivo federal.
No hay nada amable en el reinado del crimen en nuestro país, lamento la decadencia en la que estamos. Lo lamento sobre todo porque la normalización de la muerte, por el crimen, nos ha vuelto insensibles a la tragedia. La vida, el deber y la civilidad han perdido su valor como algo “sagrado”. Lamento la muerte de ambos sacerdotes de la misma forma en la que LAMENTO la muerte a sangre fría y la desaparición de mujeres, niñas y niños en nuestro país. En ese lamento va implícito el temor de que ese horror toque a la puerta de mi familia. No puedo hablar, como hacen los líderes de opinión, acerca de sentir “rabia”, al escuchar y conocer cualquier tipo de crimen, no. Tengo miedo, eso sí, a una espiral de violencia en la cual la gente a la que amo y estimo pueda entrar sin salida.
Así como la rabia, el temor es también propio de los animales; la primera muere de un tiro y la segunda puede germinar cual planta espinosa que terminará por dañarlo todo. Las comunidades con miedo son capaces de mutilar y quemar vivos a quien sea; lo vemos en Puebla, por ejemplo, donde el miedo y la ignorancia pueden convertir a cualquiera en salvaje sin importar edad. No quiero imaginar el miedo y su capacidad en lo macro. Cuando hablo del miedo, lo digo porque yo sería capaz de generar un caos absoluto al ver lastimado a un miembro de mi familia. Por otra parte, la “rabia”, “indignación” y la “condena” son declaraciones sinsentido cuyo objetivo es apuntalar las buenas conciencias que sufren por los demás (lavarse las manos). No hay que condenar, rabiar ni indignarse… hay que trabajar para eliminar los miedos… necesitamos conectar con lo “sagrado” y no me refiero al sentido religioso per se, sino al “deber” que nos debería fraguar como sociedad/país.
“Ni los dioses ni los hombres tienen una relación directa con lo ‘sagrado’, los hombres necesitan de los dioses y los dioses de los mortales”, escribe, si no me equivoco, Martin Heidegger, en sus reflexiones en torno a la obra del poeta alemán Friedrich Hölderlin. Es una postura romántica, sobre todo cuando aborda la necesidad que tenemos de los dioses para poder conocer lo que es “sagrado”.
Ese romanticismo existencialista, por llamarlo así, nos habla de una comunión de acuerdos, de códigos, de palabras, de sentimientos que, al compartirlos [dioses y humanos], nos permiten entender cómo comportarnos al participar juntos de la misma información, palabras y objetivos. Ahí está lo “sagrado” … por no llamarlo Dios. De esto surge la pregunta: ¿qué es sagrado en nuestro país? Podría extender el planteamiento global, pero no me importa la no-guerra [espectáculo] de Ucrania, ni los conflictos del parlamento israelí, ni las luchas regionales de Taiwán. De este lado del mundo, en mi tierra, me importa la paz, así de romántico, porque la ficción del Estado hace tiempo que perdió todo tipo de sacralidad, aunque, por lo menos en México, las referencias al cristianismo, vía el protestantismo, son cada vez son más fuertes en el campo político.
(El Palacio de Bellas Artes rendido ante el capo de la Luz del Mundo, y violador, Naasón Joaquín García, acompañado de las cabezas de la política nacional es una medida para el sistema que nos gobierna. La religión en un palacio para las artes, ese es el constructo cultural que nos rige en la actualidad).
Cuando en la infancia veía (obligado) el informe presidencial, pensaba en la gran capacidad de atención que debería tener el presidente en turno para lanzar sendas peroratas que a nadie interesaban y que podían ser resumidas en una cuartilla. Los logros de cualquier gobierno, de conocer a cabalidad el ejercicio de comunicación gubernamental, pueden resumirse, por supuesto, en 1500 caracteres. No se necesita más. La liturgia política de más de ocho horas era significativa porque era el rendimiento del pueblo ante la figura sagrada lo que contaba. Falacias o no, lo que se construía era el fundamento del Estado.
Esa figura todopoderosa del presidente generaba un espectáculo que se diluía, a medida que el informe de gobierno tomaba su curso, para quienes éramos niños y veíamos con atención el poderío del personaje que, si bien no era un héroe, sí era una figura ideológica que rozaba la perfección. Nadie, siendo niños, pensábamos que los políticos eran simples mortales con vocabularios limitados y deseos carnales como cualquier otro humano. Ya grande me llevé desilusiones inusitadas al saber que los políticos en su raíz eran tan pecadores como el señor que con honor lustra zapatos en cualquier esquina y que probablemente tendría más pudor que el político.
Como ciudadanos, vamos pues a brindarle un poco más de fe a la clase política, que mucha falta le hace. En la preparación que recibí desde la infancia, primero como franciscano, luego como adventista obligado, y al final como jesuita por condición filosófica, aprendí que la vida es, por encima de todo, lo más sagrado que tenemos. Invaluable. Puedo entender el fundamento de dicho postulado teológico como una medida de evitar la muerte sin sentido, las cruzadas demostraron que la vida era tan sagrada como el objetivo de la conquista. Hoy la vida, nos pese o no, se ha convertido en cifras en graficadas, la muerte de uno y millones no implica un verdadero cambio en la humanidad. Al contrario, en un mundo de más de siete mil millones de personas, bien podrían desaparecer del mapa, por lo menos, la mitad, y no habría implicaciones catastróficas sino más abono para la tierra. Por radical que se escuche, ¿cómo podemos calificar situaciones bélicas como las ocurridas en África a lo largo de décadas… en Asia, en Medio Oriente? Cada conflicto bélico que se alienta en la actualidad lleva implícito, además de una lucha económica, una delimitación del crecimiento poblacional por la reorganización de la sociedad que entra en conflicto.
En el caso de México, debemos llegar a un acuerdo donde la relación, en este caso con los dioses o nuestra clase política, con quienes somos los gobernados, tengamos puntos de referencia para hablar y significar todo aquello que sea sagrado. Aclaro, el crimen es, en la actualidad, lo único “sagrado” en el país. Es la deidad absoluta sobre la cual existe un acuerdo en común. Aceptamos no sólo la muerte sino el crimen como el vínculo y símbolo entre sociedad y gobierno. Si esto es así, por supuesto, tenemos un narcoestado y no porque el ejecutivo federal forme parte del crimen organizado sino porque desde el poder mismo se sabe de la existencia del crimen, se habla de él, hay funcionarios que participan de él, se acepta que está encima de todos y por tanto es una deidad.
Ni la paz social, ni el bienestar, ni la educación, mucho menos la cultura, forman parte del ideario compartido entre estado y sociedad. Si no existen en el estadio político como fundamentos no pueden traducirse a las comunidades, no hay liturgias para adoctrinar porque lo único que subyace es el miedo extremo. Me sorprende que durante los últimos años se ha hablado de un “cambio” en México, pero ese cambio no tiene fundamentos reales en buscar objetivos sagrados. Es un cambio vacío donde la única excusa es la patria y sus actores como símbolos santos, pero estamos en un estado laico donde los héroes mismos son prohibitivos por la gran carga doctrinaria/neo-religiosa que tienen.
Si lo único sagrado que existe en México es el crimen y todos necesitamos huir de eso, no existe más una relación entre política y sociedad. En la medida en que la clase política logre no sólo sacralizar de nuevo los valores que puedan mercar con el pueblo, sino cambiar el discurso nacional, podríamos hablar de un momento político interesante en el país. La muerte de los sacerdotes jesuitas acusa de un nuevo nivel de impunidad, han tocado a los representantes de Dios en la tierra; dicho sea de paso, el Papa es jesuita. “Si Dios no existe, todo está permitido, le hace decir Fiodor Dostoievski a uno de los hermanos Karamazov. Conforme el aumento de la violencia fue conquistando nuevos espacios regionales, y la muerte de niños y niñas, mujeres, dejó de tener impacto, asesinar a Dios en un estado como el nuestro era el siguiente paso.
El cinismo ante la muerte de los hermanos jesuitas es de una insolencia absoluta cuando se declara que ellos sabían de lo violento de la zona tarahumara. Esa declaración del ejecutivo es tan llana y estúpida como la de los violadores cuando declaran que la mujer los provocó por ir vestida de tal o cual forma. Si la historia algo nos ha enseñado es que, luego de la muerte de Dios, vienen el reinado de otras ocurrencias absurdas. Estamos viviendo un momento in extremis donde surgen nuevos dioses con liturgias adormecidas, animadas por el deseo del poder por el poder, esto es: tocan la guitarra, la flauta, sonríen y se separan más de la gente… y por supuesto enferman luego de cada reunión en masa… lo otro sagrado es el “silencio” … ese ya está ahí… y es tan poderoso que poco a poco nos daremos cuenta de cómo se pacifica un país que se cae a pedazos sobre todo ahora que avanzamos en la vereda de los cambios políticos.