Inicia un nuevo momento de cambio en México. El innegable proceso de modificación de la realidad política inicia con la Reforma Judicial que pone de relieve el “patriotismo” de los mexicanos y, sobre todo, de un grupo [cierta clase política] que se piensa a sí mismo marginado. En lo personal, me molesta la impronta de los mexicanos “del lado correcto de la historia” y los mexicanos “que hacen lo incorrecto”; al final, todos somos connacionales en un laberinto. La apuesta por el patriotismo [tan exaltado por los cuerpos políticos] es una gran aporía y, como tal, sinsentido; exaltar nuestra herencia independentista y revolucionaria no nos hace más justos como país, sino perezosos al enmarcarnos en un destino común. Así, todos necesitamos hacer una reflexión profunda a medida que se acerca este nuevo periodo presidencial histórico, pues una mujer marcará el rumbo de la nación.
A mi parecer, cada ciclo electoral debería ser una oportunidad para evaluar el estado real de la nación, más allá de la retórica política de las campañas. El primer desafío que enfrenta un Estado en este proceso es la confrontación con su propia realidad. El gobierno saliente deja un legado, pero es la sociedad la que debe juzgar con honestidad si se ha avanzado hacia una estabilidad estructural; si las decisiones han sido meramente circunstanciales; o si los logros formaron parte o no del sueño por el que se apostó en las urnas. Así como la continuidad del poder no garantiza un progreso real, la herencia del poder entre partidos tampoco garantiza la justicia y mucho menos la pluralidad.
Pienso, sin temor a equivocarme, que México está viviendo un proceso histórico, dialéctico. Existe una gran masa de votantes que deseaban vivir un cambio ideológico [a pesar de “los otros mexicanos”], algo así como un destino innegable de una nación como la nuestra, latinoamericana, heredera de las revoluciones del sur del continente. Pero, ¿qué pasa con los mexicanos que no deseaban ni desean revoluciones? ¿De qué manera se les respeta? El México de la llamada izquierda ha tomado la palestra en contra de la tendencia política de los últimos ochenta años; sin embargo, veo en esta aparente estabilidad política y social una ilusión peligrosa. ”El nacionalismo exige creer demasiado en lo que a todas luces no es cierto”, escribió Eric Hobsbawm, y, si la imagen del estado mexicano moderno que construyó el presidente Andrés Manuel López Obrador durante el último sexenio ha de validarse, la presidenta electa Claudia Sheinbaum deberá transformar el nacionalismo, no en diálogo, ni en discurso, sino en acción.
Así pues, este nuevo periodo presidencial también obliga a hacer una revisión de la identidad nacional. ¿Qué define al país en este momento de su historia? La identidad no es una noción estática, cambia con el tiempo, y cada ciclo político debe enfrentar la pregunta de si el país está construyendo un discurso para su propio tiempo. [A eso me refiero específicamente con la acción de facto, pues me niego a abanderar agendas del orbe como la 2030, por demás absurda en muchos aspectos, y más aún para países como el nuestro]. En el sentido más estricto de la palabra, sigo abrazando el “caos” como esa fuerza natural que puede ayudarnos a sobresalir como país, alejado de agendas globalistas que poco o nada tienen que ver con nosotros como cultura; no obstante, se necesita de inteligencia política para navegar entre tiburones.
El futuro de cualquier país depende de su capacidad para enfrentar sus miedos colectivos, pero somos muchos “mexicanos”. La incertidumbre es una constante en la política y el país está paralizado ante el cambio porque la incertidumbre del devenir político de este sexenio no se gestionó, sino que se alimentó la profusión de las ideas. Hoy, las promesas de democratización están frustradas por un distanciamiento entre la clase política y la ciudadanía, y entre los mismos políticos que llevan a cabo venganzas estúpidas en sus estados olvidando que el poder es momentáneo.
México ha sido un país de rupturas. Desde su independencia, la nación ha experimentado cambios profundos solo después de largos periodos de tensión acumulada. La Revolución Mexicana es quizás el ejemplo más claro: un levantamiento armado que surgió como resultado de la incapacidad del régimen porfirista de adaptarse a las exigencias sociales de un país que pedía un cambio radical en sus estructuras de gobernabilidad. El proceso de transformación político en México hoy puede verse como parte de ese ciclo histórico de acumulación de tensiones y eventual cambio. No obstante, el clima de violencia es uno de los grandes enemigos de la nación, por eso, la ilusión social de la paz es peligrosa. Es imperativo abandonar las “percepciones” como métricas preferidas y atender nuestra decadencia tangible: la narcoinsurgencia está presente, es innegable y los mundos empresariales lo saben. ¿Acaso el gobierno no lo sabe? Guardando toda proporción, pero apelando a la analogía, por qué cayó Porfirio Díaz, si no por la inestabilidad de aquel México.
¿Qué sigue para el país? El desafío más grande es consolidar este cambio político en un proceso sostenible que no solo busque corregir los errores del pasado inmediato, sino que también siente las bases para una estructura funcional. Lo más importante para México es abandonar el sueño de la grandilocuencia. No somos eso que se le vende al mundo entre paisajes coloridos. El gran error de la clase política que aún nos gobierna reside en que vive por y para el juicio de sus pares, aunque sean elegidos, votados y pagados por las personas que no saben distinguir si estos valen la pena… incluso como seres humanos.
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