La semana pasada escribí acerca del caudillismo partiendo de “La sombra del caudillo” de Martín Luis Guzmán, en la marcha reflexioné en torno a la idea de y conceptualización de la unidad nacional, conceptos cuyo desgaste es notorio y que no obstante defiendo como una idea que debe revalorizarse allende el romanticismo. La construcción de un sentimiento de unidad nacional es un objetivo complejo, especialmente en países como México y otras naciones latinoamericanas, donde las profundas desigualdades, la fragmentación social y el peso histórico de un pasado colonial han marcado la estructura de las sociedades.
Para abordar esta tarea, es imprescindible reconocer que la unidad no puede ser un simple discurso o una estrategia superficial; debe emerger de una transformación estructural y cultural que integre a las diferentes clases, regiones y grupos étnicos en un proyecto común, sin negar sus particularidades. Pero, no me refiero aquí a un romanticismo ad absurdum sino a un realismo tolerable donde las desigualdades juegan dentro de la unidad.
Por ejemplo, desde la perspectiva del politólogo John Mearsheimer, quien parte del realismo de que las democracias en sí no denotan ni potencian la paz y el orden en las relaciones internacionales, podría argumentarse que la unidad nacional está íntimamente ligada a la percepción de amenazas externas o internas. Mearsheimer plantea que los estados tienden a actuar de manera cohesiva cuando enfrentan desafíos existenciales, ya que estos generan un sentido de urgencia que moviliza a las sociedades hacia la colaboración. En el caso de México y Latinoamérica, esta teoría no se traduce directamente en la práctica, ya que los problemas suelen percibirse como “crónicos” y arraigados en la “costumbre” más que como crisis inmediatas. La inseguridad, la corrupción y la pobreza no siempre generan la respuesta colectiva que se observaría ante una amenaza externa evidente, como una guerra o una invasión. Esto apunta a una especie de “normalización” de las crisis que debilita la posibilidad de acción, a decir, de la unidad conjunta.
El amigo y aliado de Mearsheimer, el economista Jeffrey Sachs, argumenta que la unidad nacional también depende de la construcción de una narrativa de esperanza y progreso basada en la equidad. Sachs enfatiza que las sociedades fragmentadas económica y socialmente carecen de los fundamentos necesarios para crear un sentido de propósito común, en lo personal pongo el peso de esto de inicio en la educación. En este sentido, México enfrenta el desafío de superar las barreras de clase y las enormes brechas de ingreso. Pero aquí surge un contrapunto: aunque las políticas redistributivas y los programas sociales son esenciales, también pueden ser percibidos como paternalistas si no van acompañados de una narrativa que promueva la participación de los ciudadanos en el proceso de cambio, y esta es una de las grandes fallas de los programas dirigidos a la gente. Sobre todo, pongo énfasis en la responsabilidad de recibir sin obligatoriedad ciudadana.
La cultura política también juega un papel determinante en la construcción de la unidad nacional. En muchas partes de Latinoamérica, incluyendo México, prevalece una actitud de resignación frente a los problemas estructurales. Este “pensamiento pasivo” [que a veces pasa por anarquista] puede entenderse como una herencia de sistemas “políticos autoritarios” y “clientelistas” que han limitado la capacidad de la sociedad civil para exigir cuentas a sus gobiernos; y la apatía es uno de los elementos fundamentales, por demás vitales, para el funcionamiento de la democracia, no debemos olvidarlo.
Romper con esta inercia implica más que simplemente promover la participación ciudadana: requiere un cambio de paradigma en la educación y en los valores culturales, donde el individuo deje de percibirse como un sujeto pasivo y se convierta en un actor del cambio. La pregunta crítica es si los sistemas políticos actuales tienen el incentivo real para facilitar esta transición, o si perpetúan un modelo donde la apatía favorece a las élites.
Por otra parte, es también necesario considerar el papel del liderazgo. Los líderes nacionales tienen la capacidad de articular narrativas que movilicen a las sociedades. Sin embargo, en México y gran parte de Latinoamérica, los discursos políticos suelen estar marcados por la polarización y la instrumentalización de los conflictos sociales para fines partidistas. Esto no sólo fragmenta más a las sociedades, sino que también erosiona la confianza en las instituciones. Aquí es donde el realismo de Mearsheimer ofrece un recordatorio crucial: la unidad nacional no puede construirse sobre ilusiones; debe basarse en un análisis claro de las fortalezas y debilidades del país, así como en la capacidad de definir intereses comunes que trascienden las diferencias.
Sin embargo, el llamado a la unidad no debe convertirse en una herramienta para suprimir el disenso. La unidad nacional auténtica no significa uniformidad, sino la capacidad de convivir con las diferencias dentro de un marco de respeto y colaboración. Sachs subrayaría que esto sólo es posible si se garantiza la inclusión de todos los sectores de la sociedad en el diseño y la implementación de políticas. Esto implica un reto particular en países con una fuerte población indígena o comunidades históricamente marginadas, donde el Estado ha sido percibido más como un agente de opresión que como un aliado.
En última instancia, romper con la pasividad del pensamiento mexicano y latinoamericano requiere una combinación de factores: liderazgo visionario, reformas estructurales que combatan la desigualdad, y un cambio cultural que fomente la participación y crítica de la ciudadanía. Siendo objetivo, el actual gobierno de Claudia Sheinbaum pudiera o debería cristalizar el camino hacia la “unidad nacional”, pero el realismo se impone y las medallas de las tribus políticas que la acompañan, incluso desde la cercanía, provocan que el escenario nacional sea una hoguera de vanidades, una fiesta donde la gente no entra.
La construcción de la “unidad nacional” no es un proceso rápido ni exento de obstáculos, pero la alternativa —mantener el status quo— perpetúa un ciclo de crisis que socava la posibilidad de construir un futuro compartido. En México debemos afianzarnos en un realismo frontal que duela pero que permita avanzar como país, hay que alejarnos del realismo mágico… de la falsedad de que somos de facto un gran pueblo. Hay que comenzar a construirlo.