“Hemos llegado al punto en el que nuestras vidas están tan dominadas por la realidad simulada que apenas podemos distinguir entre lo real y lo falso”, escribió Jean Baudrillard a finales del siglo XX. Frase que me da la pauta para hablar de La Sustancia, un filme dirigido, escrito y coproducido por la francesa Coralie Fargeat, con las actuaciones principales de Demi Moore, Sarah Margaret Qualley y Dennis Quaid. Una película que trata sobre la belleza por siempre… no venderé la historia.
La Sustancia despliega una crítica aguda y sin miramientos hacia la obsesión contemporánea por las transformaciones estéticas, y emerge como una reflexión dolorosa y perturbadora sobre la manipulación de los cuerpos y la identidad en la era digital.
La trama explora cómo hombres y mujeres, todo centrado en las mujeres, son arrastrados hacia un vórtice de inseguridad y dependencia por un mercado de “mejoras” que no busca, en realidad, ningún tipo de avance significativo, sino que lucra con las inseguridades personales. La obra nos revela cómo el concepto de belleza ha sido radicalmente tergiversado y monetizado, dejando a su paso estragos en el bienestar físico y psicológico de los individuos.
En un inicio, sobre todo en la década de los 80, las modificaciones físicas podían percibirse como un intento legítimo de autoconstrucción, un acto de libertad sobre el propio cuerpo; sin embargo, este discurso se ha convertido en un truco para justificar una maquinaria de explotación que se alimenta de la desesperación de las personas por ser aceptadas, sobre todo en la modernidad. El mercado estético se sustenta en la venta de una ilusión: que la perfección física traerá felicidad, aceptación y una existencia plena, la juventud por siempre. Pero, en lugar de una mejora, lo que experimentan las personas es una carga constante de descontento. La mejora de uno mismo se vuelve una tarea interminable, y en cada paso hacia esa “perfección” siempre hay algo que parece requerir más intervención… y sobre todo el autoengaño.
La Sustancia plantea la idea radical de que la transformación estética no lleva a la plenitud, sino a una forma de esclavitud mental. Es un ciclo interminable que solo consigue hacer que las personas deseen algo que nunca podrán alcanzar realmente. En una era dominada por las redes sociales, donde la imagen pública se ha convertido en un segundo yo casi independiente, la apariencia externa se convierte en una obsesión que desplaza cualquier otra forma de realización. Los protagonistas de la película se ven atrapados en este ciclo, cada intervención que hacen en su cuerpo promete una mejora emocional que nunca llega, y en su lugar solo encuentran más vacíos y una creciente dependencia de nuevas transformaciones. Siempre me he cuestionado cómo, en el ejercicio de buscar la belleza absoluta, hombres y mujeres pierden o son llevados a perder el sentido de la proporción que, para bien o para mal, nos hacer ser únicos. Esa pérdida lleva a que cada cuerpo modificado sea la copia de la copia.
Una de las críticas más poderosas que se nos muestra es la brutal exposición del papel de las redes sociales, sin hablar de ellas, como un promotor clave de estas inseguridades. Estas plataformas actúan como vitrinas constantes de las vidas “perfectas” de otros, vidas que en la mayoría de los casos son solo una construcción visual creada para el consumo de una audiencia ansiosa de compararse, un camino fértil para la Inteligencia Artificial. La exposición diaria a cuerpos, rostros y estilos de vida aparentemente ideales genera una presión insidiosa que lleva a los individuos a creer que la única forma de ser feliz o exitoso es igualando esos estándares visuales.
La falsa promesa de mejora que ofrece el mercado estético es en sí misma una estafa psicológica. En vez de proporcionar un bienestar real, estas transformaciones físicas frecuentemente llevan a una desconexión de la identidad personal. Los personajes de La Sustancia se ven cada vez más lejanos a sí mismos, más irreconocibles, en una metamorfosis que, en lugar de empoderarlos, los despersonaliza.
Este fenómeno ilustra cómo, en lugar de promover el bienestar, el mercado estético capitaliza sobre la inseguridad y la insatisfacción, multiplicándolas hasta el punto en que la apariencia se vuelve el único valor, y el verdadero “yo” queda enterrado bajo capas de modificaciones superficiales.
La película señala también la absurda ironía en el núcleo de estas prácticas: el supuesto “mejoramiento” suele resultar en daños físicos y mentales de largo plazo.
La transformación estética tiene un impacto diferencial en hombres y mujeres, aunque afecta profundamente a ambos. Las mujeres históricamente han estado sometidas a un estándar de belleza opresivo que ahora, con la era digital, ha alcanzado niveles de brutalidad sin precedentes. Los hombres, por su parte, se ven cada vez más atrapados en el discurso de la apariencia física como símbolo de éxito. El filme también explora la cosificación inherente que se genera en este proceso. En la medida en que las personas se convierten en “proyectos estéticos”, su valor se mide únicamente por su apariencia, convirtiéndose en objetos para el consumo visual de otros. Este fenómeno convierte a los individuos en sus propios verdugos, sometidos a la mirada crítica y destructiva del resto. Se pierde la dimensión humana y compleja de la identidad, reemplazada por una visión unidimensional de la belleza, como si el valor de una persona pudiera definirse simplemente por la estética superficial.
El filme de Fargeat critica con contundencia es la deshumanización que provoca esta obsesión por la apariencia. La constante intervención en el propio cuerpo se convierte en una forma de autoalienación; los individuos ya no se reconocen en el espejo, se sienten distantes y ajenos de sí mismos. La búsqueda de la belleza se convierte en un proceso de autodestrucción, y en última instancia, una negación de la propia identidad. Al tratar de moldearse a un estándar inalcanzable, las personas acaban por distorsionar su esencia y perder su sentido de pertenencia a sí mismos.
A través de la historia se explora la desesperación y el vacío emocional que resulta de esta dependencia estética. Los personajes parecen estar siempre al borde de una revelación sobre el sinsentido de sus esfuerzos, pero el mercado estético es tan poderoso y está tan integrado en la cultura que incluso cuando se dan cuenta del daño, no pueden salir del ciclo. La película plantea preguntas importantes: ¿es posible encontrar satisfacción cuando el propio cuerpo se ha convertido en una mercancía? ¿Hasta qué punto somos capaces de recuperar nuestra identidad una vez que nos hemos alienado de ella en la búsqueda de una perfección ilusoria?
¿Ustedes cuántas cirugías se han hecho?
melc