A Streetcar Named Desire de Tennessee Williams es una pieza dramática que generó revuelo a finales de la primera parte del siglo XX, y le concedió un pase de gloria a Elia Kazan luego de filmar la película a partir de la puesta en escena. En aquellos años, el Macartismo imperaba en Estados Unidos y Kazan fue uno de los directores estadounidenses manchados, hasta la fecha, por ser informante para el gobierno durante la caza de brujas. Hasta antes de su muerte, un sinnúmero de creadores intentaba menospreciar al director, sin embargo, su calidad trasciende toda política y permanece en la historia del cine como uno de sus grandes creadores. Respecto al proceder de Kazan, no lo juzgaría, tengo claro que la lealtad no es propia de todos los hombres.

Acabo de leer y de ver de nuevo A Streetcar Named Desire. Me sorprende descubrir lo artero y mísero que era Stanley (el obrero pobre) con Blanche (la siempre víctima) y Stella (la esposa sumisa). La obra habla de un hombre que, ceñido al Código Napoleónico [donde todo hombre puede reclamar la herencia de su esposa, por derecho], lucha para salvaguardar el patrimonio de su mujer y de su cuñada: una finca en ruinas perdida por las hipotecas adquiridas. Stanley pide ad nauseam los papeles y derechos de un lugar que sólo en su imaginación tiene un valor económico. Él repite su versión del Código Napoleónico como el único mantra que, pienso, supone le dará la razón frente al mundo imaginario.

Rescato de la obra el discurso final de Blanche que, a punto de desfallecer, enloquecida lanza esta frase: “Quienquiera que seas… siempre he dependido de la generosidad de los extraños”. Aunque, en apariencia contrapuestas, las palabras de Blanche y las actitudes [más la violación] de Stanley, a lo largo de la obra, los hace partícipes de la misma enfermedad. Necesitan de la caridad del “otro”. Esto es: que el “otro” los entienda a como dé lugar. Más allá del discurso costumbrista, la situación maniquea de la pieza, me recuerda las peroratas sociopolíticas de nuestro momento histórico, vaya, de todo momento. Pareciera que la máxima rigor, por lo menos, durante los últimos 2022 años, es nuestra apuesta perenne de los “otros” tienen la obligación de entendernos.

Hace unos días, conversábamos a la mesa varios personajes que, por destino, habíamos compartido el tiempo con diferentes gobernantes. Uno de los presentes reparó en “La silla” de todo mandatario, como la encrucijada propia del poder. “Y cómo no”, contestó alguien más, “quién no se va a creer el más grande, si todo el día te están diciendo que eres inteligente, cuando estás sentado ahí”. Me llevó varios días dilucidar las declaraciones, por demás obvias, pero vale la pena reflexionarlas más allá de su inmediatez. Por supuesto, la obviedad nos remite a que el “poder político” todo lo trastoca, pero también entendemos que es momentáneo. Pero no me interesa la exégesis del poder. Me inquieta la necesidad de ser comprendido por los “otros”.

Ahora que las cunas de los partidos se mueven con más ahínco que otros años [he preguntado a mis maestros si recuerdan unos lances pre electorales tan precipitados y su respuesta es que: no], me conmueve, porque esa es la palabra, cómo los precandidatos intentan fraguar su paso hacia la posteridad política intentando generar empatía en la gente. Entendamos pues que necesitan afianzar el imaginario que deberá afianzarlos en una silla.

En otra ocasión escribí cómo: “Yo mismo estaría a favor de que todo candidato fuera corrido de las comunidades apenas pusieran un pie en su perímetro, si comenzara a dictar promesas en las plazas de las comunidades a lo largo y ancho de México”. Respecto a este tema embustero, pongo como ejemplo, el ámbito de la cultura. Sé que nuestro país atraviesa sus peores momentos artísticos y culturales, es mi campo de juego; y aseguro que los máximos logros que han tenido las otrora funcionarias del gobierno de Enrique Peña Nieto, se reducen a la utilización de huipiles como parte de su vestimenta, toda vez que la Cuarta Transformación las salvó del ostracismo político, tirando por la borda toda política pública y coherencia. Mientras la imagen oculta, los recintos culturales [museos, institutos y escuelas de artes] del país sufren deterioro y los programas artísticos van en picada porque el presupuesto les fue negado por redirigirlo hacia otros nobles objetivos por desconocidos. Vale la pena recordar cuál fue el papel del arte en las transformaciones políticas de las revoluciones del siglo XX.

[Agrego: fueron los creadores, en el 2018, quienes al intentar entender al “otro” (al candidato) se dejaron seducir con promesas desestimando sus intereses, optando por una transformación innecesaria desde el ámbito cultural, no obstante, necesaria desde la irrealidad ideológica. Por cierto, mientras que la estrategia de los artistas mexicanos siga siendo pedir más dinero a los gobiernos en turno, continuarán fracasando en el proyecto de cultura al que apelan y pretenden defender. Todos pagamos impuestos, y si parte de ese dinero se destina a la creación podemos reclamarlo desde la inteligencia].

Hoy, deberíamos reflexionar en torno a los conceptos filosóficos y cómo podemos aprender un poco más de ellos, para entender aquello que nos rodea. Por ejemplo, podríamos hablar del “ser”. Ernesto Priani Saisó, uno de los mejores profesores de filosofía que he conocido, reflexionaba en torno a cómo no existen manuales ni modelos de pedagogía para la enseñanza de la materia, lo que torna complejo el acercamiento con los estudiantes. Respecto a este tema, he aprendido más de Antonio Escohotado y sus lecciones digitales acerca de ¿Qué es la verdad?, que lo aprendido en la universidad. Escohotado, primero, define la “verdad” como aquello que “no debe olvidarse”: no ahondaré en la etimología, con eso basta. Luego vamos por el “ser”: que es “la verdad de las cosas”; esto es: la realidad de las cosas en su infinito por menor que las rodea, lo que se contrapone a lo finito de las cosas como son los sueños y las ideologías. Infinitas… porque todo perdura a pesar de nosotros, la materia en sí; finitas… porque surgen de nosotros, como toda historia que nos victimiza al grado de que, si lo deseamos, podemos convertirnos en héroes sociales, indefensos ante el mundo y los “otros”.

Regresemos con Blanche y Stanley…

Supongamos que son reales. La primera, es una mujer enloquecida que apela a la comprensión de los “otros” a sus pasiones. El segundo, desea hacer valer desde su imaginación un código civil que poca resonancia tiene en la sociedad donde vive. Ambos, sin despreciarlos, cumplen con una tarea que podemos trasladar hacia nuestra verdad como una “indefensión” de faz a las ilusiones que los demás deben validar, por obligación, según ellos. Todo gobernante que conquista la silla de un municipio, fiscalía, gobierno estatal o federal, pronto abraza la Indefensión que le otorga ésta. Ante las promesas incumplidas, los errores cometidos, faltas a la verdad, apelarán a la generosidad de los “otros” para perdonar y condescender con su estupidez.

Con el paso del tiempo he comprendido que, cuando se es condescendiente con los políticos, disculpamos nuestra necesidad de ser comprendidos por los “otros”. Si la verdad, es la realidad de las cosas, y las ideologías son fantasías [mentiras] y, por ende, falsedades, es bastante fácil vivir disculpándonos por “apelar a la generosidad de los extraños”, esos que somos frente al espejo. Es tiempo de vender más cara la generosidad.

                                                                                          
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