Hubo una época en la que veía una y otra vez las películas de Akira Kurosawa. Pienso que es uno de los grandes intérpretes de William Shakespeare, un director que supo trasladar, de forma espectacular, las intrigas políticas del bardo a su propia tradición. «Trono de Sangre», con Toshiro Mifune como el Macbeth japonés, me impactó tanto que comprendí el trabajo real de un director: partir de un texto para generar un espectáculo inolvidable. Puedo decir que Kurosawa ha tenido una gran influencia en mi trabajo, en mi visión sobre la vida de los hombres, el arte y la política, el amor y el dolor. «Supongo que todas mis películas tienen un tema común. Pero, si lo pienso, el único tema que se me ocurre es una pregunta: ¿Por qué la gente no puede ser más feliz junta?», declaró en alguna ocasión el director japonés. Es una pregunta válida y recurrente, que jamás pierde vigencia.
Desde la espectacularidad de su cine, aprendí, como todos lo hicimos, el arquetipo del honor de los guerreros samurái, un mito inescrutable que nos habla de un código de honor y conducta. La literatura de superación personal ha publicado centenares de libros al respecto. Existe un nicho frecuentado por un gran número de mujeres y hombres que tratan de aprender de los samuráis aquellas lecciones que les permitirán ser honorables, infalibles y disciplinados. No tengo idea de cuántas personas logran establecer códigos de comportamiento equiparables al de los samuráis, pero tengo claro que en Occidente nos llega una versión, por demás ligera, del significado neto y marcial de esa cultura japonesa.
Masaki Kobayashi, otro de los grandes directores japoneses, dirigió en los años 60 una película compleja llamada «Seppuku [Harakiri]». Una obra maestra que aborda, grosso modo, la caída en desgracia de los samuráis una vez que su amo muere, convirtiéndose en ronin, como se les conocía a los guerreros sin amo. La película narra la vida de un hombre sin amo que debe socorrer a su nieto, quien está a punto de morir; y, al verse acorralado por la pobreza extrema, busca en la misericordia de un clan samurái un poco de ayuda. El guerrero empobrecido es humillado y conducido hacia su propia muerte de una forma atroz, reventando su propio vientre con espadas hechizas de bambú. La obra de Kobayashi se aleja bastante del romanticismo de la honorabilidad del samurái; hace una crítica de la hipocresía de los guerreros, quienes únicamente se preocupaban por mantener la apariencia de un código de honor de cara al pueblo, ocultando las miserias que se albergaban en las entrañas de los clanes.
En lo personal, nunca he sentido la necesidad de pertenecer a un grupo de facto, a un partido político, a un clan. No por ello me creo especial, por supuesto que no. Sin embargo, siempre he tenido un poco de recato en atender intereses que se alejan de los míos en materia ética y moral. No tengo resentimiento de clase, no reparo en ello; de nada sirve quejarse de aquello que sencillamente no estaba en nuestro destino. No obstante, el sentido de la justicia siempre me ha ocupado. Es un tanto absurdo, pues nada es justo en la lógica de la existencia, y critico la justicia de los partidos políticos, quienes mantienen un aparente código de honor de cara al pueblo.
El título de esta columna es: «El honor de nosotros los mexicanos». Es tajante desde el inicio, pero cerremos el contexto y hablemos del honor de nuestra clase política, ya que nos engloba. Concuerdo en que los sabios cambian de opinión, pero los hipócritas modifican sus discursos ad hoc, y los hay a puñados en nuestros congresos y estados. Así, me entristece bastante ver a nuestra clase política denostando al Poder Judicial hoy, cuando hace un par de años lo defendían a ultranza. La reforma es más un salvavidas para los políticos de las legislaturas entrantes y sus intereses, disfrazada de honorabilidad, cuando lo que subyace es una necesidad de control absoluto de las instituciones en su hipocresía rapaz.
Ante las diatribas como «el Poder Judicial es corrupto», concuerdo. «El Poder Judicial debe modificarse», también concuerdo. Pero cuando se afirma que «no es necesario tener jueces o magistrados con carrera en el Poder Judicial», estoy en completo desacuerdo. No quisiera ni por asomo tener un altercado legal que sea definido por una persona menos capacitada que yo para discernir un problema donde los valores éticos entren en juego. Como mexicanos, no podemos considerar un acto de honorabilidad semejante aberración intelectual y legal.
¿Cuántos títulos apócrifos en estudios de derecho veremos en los próximos años, con todos apuntando al 8.0 necesario para acceder al puesto de juez o magistrado? ¿Cuántos utilizarán, por decir lo menos, ChatGPT para entregar como parte de su ensayo profesional tres cuartillas donde justifiquen su postulación? La ministra Lenia Batres declaró hace unos días que los civiles podrían, a través de formularios electrónicos, hacer sus propias demandas legales. No imagino la gran cantidad de resultados ominosos que esto tendría. Mejor aún, de ser esto remotamente posible, sería interesante ver la gran cantidad de demandas en contra de la ministra que aparecerían de la noche a la mañana, solo por el poder de la masa de jugar a la justicia absoluta. Los detractores del Poder Judicial juegan sin tener claras las reglas venideras, las que serán divertidas por absurdas.
En este sentido, debemos reconocerle al presidente Andrés Manuel López Obrador que no falseó en sus promesas medulares. Cambió el sistema de gobierno en el país, modificó los estatutos necesarios para desaparecer aquellos órganos que consideró innecesarios, y sentó las bases de la agenda nacional de manera cotidiana, enloqueciendo a los medios de comunicación y a los líderes de opinión. No combatió al crimen de manera frontal [si fuera empresario se lo reclamaría], fortaleció a las fuerzas armadas y, simbólicamente, nacionalizó al país. Puso sobre la mesa la fórmula para que derrotaran a su movimiento en las pasadas elecciones, pero las contrapartes políticas no quisieron o no pudieron entenderlo. La contienda por el ejecutivo no era la importante. Tanto el presidente como la presidenta electa, Claudia Sheinbaum, pusieron el tema en el debate público: la lucha era por el congreso, ¿qué más daba la presidencia? Le pese a quien le pese, el presidente, en sus intereses, actuó de forma honorable, de la misma forma en que los políticos de mayoría en el congreso están comportándose como mujeres y hombres honorables dentro de sus escalas de valores, amén de su ignorancia.
Regresando a Masaki Kobayashi, escribió que aquello que conocemos como el honor del samurái apenas es una vil mentira, un engaño. Si en verdad existe un sentido del honor en los mexicanos, que somos todos, y si realmente queremos tener gobiernos equilibrados, podemos comenzar por entender cuál es nuestro rol en la vida política del país, no participemos del orgullo nacional instrumental y frágil. Tal vez es tiempo de abandonar la simulación cívica y adentrarnos en la materia del bienestar común. En lugar de pensar ya en el virtual candidato para la presidencia en 2030 [que es el inicio de la infelicidad de varios, parafraseando a Kurosawa], el debate debe centrarse en la modificación del congreso en 2027.
En lo personal, apuesto por olvidar esas herencias tan mexicanas que nos fueron legadas. Respeto y admiro a Octavio Paz, pero su malentendido ensayo sobre lo chingón le ha pasado factura a un sinnúmero de mexicanos que confunden tener honor y ser coherentes con sentirse chingones [¿Chingones de qué o por qué?]. La honorabilidad tampoco está en cantar como autómatas el 'Cielito Lindo' a mansalva, es por demás ridículo. La declaración “somos un gran país”, siempre conlleva la pregunta: ¿en qué somos un gran país? … no es porque seamos “chingones”… y las respuestas: tenemos riqueza natural, somos grandes personas, somos hospitalarias, no responden a la cuestión.
El honor de nosotros los mexicanos está, por desgracia, aún en construcción; somos inmaduros ante nuestra responsabilidad histórica. Y si han revisado los programas escolares de las primarias, les digo que seguiremos así por varias generaciones, atendiendo el honor de una clase política empoderada y honorífica en su mediocridad. Ahora que concluye el sexenio debo decir que el fracaso más rotundo del presidente estuvo en no generar una verdadera masa crítica opositora a sus deseos, y eso nos habla de la tibieza intelectual nacional, de la falta de honor también de quienes lo denostaban. La tierra está muy descuidada, ¿quién la va a sembrar?
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