Hugo Alfredo Hinojosa

Desgracia de los bárbaros

13/05/2020 |00:28
Redacción El Universal
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JM Coetzee es uno de los grandes escritores de finales del siglo XX. Pocos se atreven a esgrimir el contraargumento que invalide la obra literaria, filosófica y política del ganador del Premio Nobel que estremeció con su narrativa a las buenas conciencias sudafricanas blancas y negras que desean, hasta la fecha, olvidar el largo periodo del Apartheid que finalizó en 1994, pero que sigue vigente de manera tácita.

“Desgracia”, escrita por Coetzee y publicada en 1999, es una pieza dolorosa, no por la tragedia y la miseria del ser humano que plantea: la vida de David Lurie, el eminente profesor avergonzando y refugiado en la granja de su hija, en alguna parte del país africano, sino porque la obra nos ayuda a comprender que la violencia es una herramienta empuñada con habilidad por las costumbres y tradiciones de un pueblo sin importar cual, acogido por el barbarismo periférico de toda metrópoli. Cualquier arbitrariedad cometida por un municipio pobre y marginado es disculpadapor el manto de usos y costumbres, donde habita también la religión.

En la novela de Coetzee, la mujer blanca, hija del profesor, será subyugada por la comunidad negra hasta borrarla del mapa, no mediante el asesinato, sino a través de su conversión en una mujer más del harén pueblerino, su pasaporte para ser aceptada por los “dioses” y la “religión” de la tribu africana. Este hecho es algo que el profesor universitario no comprende y, a pesar de su proceder racional, no logra convencer a su hija granjera para que rechace su destino auto impuesto, como esposa del negro a quien le cederá su propiedad, pues éste la protegerá de la violencia regional y tendrá un nombre entre los parias sudafricanos. Todo esto por dejar vivir a la mujer blanca y educada en ese refugio agreste, apartado de la civilidad. Un fenómeno al que Ralph Ziman, otro escritor sudafricano y cineasta, nombra como el descubrimiento exótico de la pobreza por parte de los blancos que exculpan a sus antepasados.

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La realidad en nuestro país no está tan alejada de esta trama africana que a simple vista nos es ajena. Si hablamos de usos y costumbres degenerados por la violencia, tenemos un foco rojo en Tlaxcala, con el tráfico de mujeres, y otro en Oaxaca y Chiapas con las bodas pedófilas y consentidas por los padres de las víctimas. O veamos el caso de Puebla e Hidalgo, por ejemplo, con el crimen arraigado entre sus habitantes de municipios periféricos que apelan a sus tradiciones como salvaguarda para quemar y mutilar a extraños.

Estos pueblos buenos hacen justicia por propia mano en contra de aquello considerado incorruptible en su tierra. A su parecer, delinquir es algo justo porque brinda bienestar a sus pobladores (el robo de combustible es una práctica generacional, por ejemplo en las regiones periféricas del sureste), mientras repican las campanas de las parroquias, o entran en trance los pastores, en apoyo y grito de guerra para abominar, unidos por la fe, aquello que no sea propio o en beneficio de su cultura rural y “originaria”.

Durante las últimas semanas, centenares de médicos, practicantes y enfermeros han sido agredidos por riadas de familiares y enfermos que niegan, unos, la peligrosidad de la pandemia porque es una enfermedad inexistente, otros porque argumentan exaltados que serán contagiados con vileza por el personal mismo que arriesga su vida para salvar a sus comunidades. La ignorancia reina entre todos ellos y aclaro que la falta de sentido común y la educación como un valor moral, que da paso a la estupidez, no tiene nada que ver con la condición social. La riqueza por sí sola tampoco crea buenos ciudadanos.

Hace días, familiares y conocidos de un muerto por Covid-19 irrumpieron en un hospital de Ecatepec, Estado de México, propiciando el caos y amedrentando al personal sanitario porque asesinaron a su “gentilhombre” al suministrarle una inyección letal con la enfermedad de moda. Para cerrar con broche de oro, una de las mujeres, la madre, gritó frente a los medios de comunicación que el virus que provocó esta pandemia no existe… Otra más en la trifulca (al parecer llorando) clamaba a Dios que el personal estaba asesinando a los pacientes. Esto no es propio sólo de esa parte de México, lo mismo ocurre en el norte y otras regiones donde el pueblo violenta por derecho y temor a los trabajadores de la salud.

Aclaremos que lo que generó este caos fue la falta de comunicación de las instituciones sanitarias con los familiares de enfermos en este momento de crisis, sumado a la desesperación e ignorancia o desinterés de la población ante la gravedad de la emergencia sanitaria. Llamó mi atención que entre los argumentos de defensa y apoyo hacia los pobladores de esta región del país se dijera que: “como son de Ecatepec son muy bravos y nadie se mete con ellos”. Esa disculpa generalizada tan mezquina apoya aún más la ignorancia normada del llamado pueblo bueno y lo estigmatiza. Así podemos recorrer todo el país identificando este rostro de la miseria desde Baja California hasta Quintana Roo.

Inocentemente, siempre me he preguntado si existe algún programa o acuerdo internacional que premie a los Estados con mayores índices de pobreza de tal manera que sea necesario mantener a una parte de la población en carencia obligada. Al revisar el directorio de la ONU, en su apartado Fondos, Programas, Agencias, cuento 36 organismos que ayudan a gestionar y reducir la pobreza a nivel mundial (además de las problemáticas que conlleva) que jamás desaparece.

Leyendo las reflexiones de Angus Deaton, Premio Nobel en Economía, entiendo según sus investigaciones que no sirve el derroche de apoyos internacionales en países en vías de desarrollo como el nuestro porque potencia la ineficacia de los gobiernos que creen beneficiar. Vuelven pasivos a los gobernantes y pobladores eliminando las responsabilidades que como sociedad democrática deben atender.

Esto me lleva a cuestionar de manera romántica cómo, después del periodo revolucionario en México, los problemas de subsistencia en las regiones marginadas continúan vigentes, sin importar el gobierno en turno. Las ayudas internacionales con las que ha contado el país a lo largo de los años han beneficiado a ciertos sectores de la población que están económicamente activos, olvidando a las poblaciones en desventaja que son en su mayoría, por siempre, la mano de obra. En esto sí ha fallado el modelo neoliberal que ahora mueve su foco de inversión hacia los programas sociales como se plantea ya en Alemania a partir de la pandemia.

Nuestro país es especialista en formar analfabetas funcionales (que apenas saben leer y escribir), aquellos que habitan en las zonas conurbadas o en las periferias de las grandes ciudades, de las barriadas, donde no se favorece a la educación formal, menos la tecnológica, en serio, y subsiste la cultura del sálvese quien pueda que abre la puerta a la religión. Ni siquiera hablo de Dios en principio, sino de otros rituales como la santería.

Qué difícil es ir en contra de estas creencias, de nuestra cultura verdadera, cuando la ex diputada Ernestina Godoy, ahora Fiscal General de Justicia de la Ciudad de México, hizo una limpia con hierbas a la bancada de su partido. Además, los elementos de la policía judicial llevan al cuello collares de santeros para protegerse del crimen organizado y la ex secretaria de la SEMARNAT, Josefa González-Blanco, hablaba de duendecillos del bosque. Esas son las figuras funcionales que le hablan al pueblo y validan su ignorancia.

Me perturba la presencia de la religión y otras divinidades en las comunidades pobres del país. No por negar la necesidad espiritual del individuo, sino porque, a falta de educación formal, es fácil atribuir a Dios, a la Santa Muerte o los duendecillos, la responsabilidad de sacarlos de la pobreza, de la enfermedad, de la prisión, pero respetándoles siempre sus divertimentos. Son esos usos y costumbres los que generan una violencia inexorable que cuando toma forma en la masa bárbara genera el caos. Pocos pobladores hacen uso de su sentido común por encima de las tradiciones de sus municipios, pero se pierden entre sus vecinos del barrio, en la voz del pueblo mismo. El sentido de pertenencia los ahoga.

Cuando David Lurie, el protagonista de “Desgracia”, conversa con el que será el esposo y dueño de su hija, queda manifiesto que el hombre educado del país sudafricano en vías de desarrollo, polarizado por la lucha de clases y el racismo, no comprende al hombre negro marginado que cuenta con el apoyo de sus dioses paganos para hacerse de un nombre en la vida. A los sudafricanos la promesa revolucionaria de hace un cuarto de siglo no les brindó la libertad ni el bienestar; Nelson Mandela se convirtió en una figura retórica que no eliminó la marginalidad. Esa problemática local de un pueblo africano refleja la realidad de nuestro país al estar perpetuamente en vías de desarrollo, polarizado, racista y clasista, que no concilia su lado bárbaro y supersticioso con el deseo de ser ilustrado para pertenecer a otra clase sociopolítica.

En este momento histórico, México apuesta por las comunidades marginadas, por esos que gritan en los hospitales, que bloquean carreteras porque pueden y ejercen violencia sobre otros exculpados por las costumbres de su cultura milenaria, como nunca. No para eliminar la pobreza profunda en la que viven y seguirán viviendo, y mejorar su calidad de vida y educación, sino para potenciar su segregación, irónicamente con más apoyos económicos, en aras de mostrar que son comunidades puras e inocentes en su actuar, el rostro verdadero del país, que no necesitan nada más que riqueza espiritual. Por lo menos a eso apela el discurso político oficial. Son una herramienta partidista viva que responde siempre a las necesidades más básicas. ¿Acaso no son los ciudadanos más pobres, por desgracia, los mejores acarreados?

Recordando el poema de CP Cavafis, Esperando a los bárbaros, y atendiendo a la naturaleza de nuestra cultura podríamos parafrasearlo y decir que tal vez “los bárbaros son necesarios”. Y continuarán siéndolo a pesar del esfuerzo de algunos de sus miembros por escapar al destino, una mancha humana que alimentamos, y cuya existencia se utiliza como un usufructo para los fines más convenientes y condescendientes en el desequilibrado funcionamiento de la sociedad.

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