Fue una sorpresa para algunos que el lobby automotriz apareciera como el salvador del Tratado de Libre Comercio de América del Norte y que fuera el único capaz de contener a Donald Trump. Para otros, fue obvio que el futuro comercial norteamericano no sólo depende de la voluntad de los gobiernos, sino de intereses económicos compartidos, empleos y una vecindad irrenunciable.
El acuerdo demostró lo arraigado que está el mundo de automotores y autopartes en Estados Unidos, Canadá y México. Incluso expuso cómo estamos atados a otras regiones del mundo. El cabildeo para continuar con un pacto norteamericano, instituciones y reglas supervisables, vino además de Japón, Alemania y otros miembros de la Unión Europea. Una bola de nieve que ni el mismo Trump pudo parar. Y ahora tenemos el T-MEC.
Lo interesante es que las multinacionales automotrices están también en medio de las disputas del nuevo tratado. Son un importante consumidor de energía eléctrica y requieren de estado de derecho para su producción y operaciones. Se prevé que serán quienes demanden seguridad jurídica en el corto plazo.
Por sus dimensiones y penetración, el sector automotriz tiene en ocasiones las características de un país o un grupo de países. Emplea a millones de personas, es vital para el traslado de gente y mercancías, genera tecnología, seguridad para las familias y por supuesto, ganancias que pagan impuestos.
El reporte de contribución económica de otoño de 2020 del Consejo Político Automotor Americano (AAPC) ilustra que el área automotriz es la que más empleos genera en EU. Exporta más que la aeroespacial y la petrolera. Contribuye con el 3% del producto interno bruto de la primera economía mundial. Se proyecta que para 2025 se venderán 17.7 millones de vehículos sólo en la Unión Americana. Se espera que de estos una porción importante sea producida en México y con autopartes mexicanas.
Asimismo, de los llamados “multiplicadores de empleos” (job multipliers), quien más genera es el ensamble de autos, seguido por la electricidad y producción de energía y en tercera posición, también la producción automotriz en general.
La frontera económica del tratado concuerda con la geografía de las plantas automotrices. El acuerdo es muy activo desde Quebec, Canadá y hasta Puebla, México, pero sugiere no ir más hacia el sur. Ahí es hasta donde los empleos crecen, terminan las grandes autopistas e infraestructura. Un ejemplo es que la empresa privada más grande del sur mexicano es Grupo Volkswagen, seguida en valor económico sólo por una escuela (Universidad de las Américas-Puebla). Ahí parece acabar el flujo de riqueza y el México industrializado.
Es previsible que las automotrices —como agente internacional— sean preponderantes en el T-MEC y en las disputas legales de México. La agenda incluye el respeto al acuerdo, seguridad, abastecimiento de energía eléctrica y desarrollo de renovables. Los productores de autos exigen legalidad en los tres países de Norteamérica porque, además de buscar competitividad mundial, requieren de certidumbre y predictibilidad para mantener sus inversiones y puestos laborales. Su expansión, compromisos sociales y derrama económica dependen de ello.
El T-MEC comprende no sólo a los tres gobiernos de América del Norte, sino a jugadores económicos y políticos de distintas dimensiones. La lección que dejó el tratado anterior es que es valioso tener instituciones, leyes claras y objetivas. Cuando no las hay, quien pierde siempre es el más débil.
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