Don Jesús Liceaga fue bolero por mas de cinco décadas en la zona del Centro Histórico, hasta que la edad y algunas dolencias ya no le permitieron continuar con la rutina que llevó desde 1967, cuando siendo un veintiañero estrenó su primer cajón.
Vecino durante décadas de la calle de Colombia, muy cercana a la Lagunilla, don Jesús es uno de esos testigos vivos de los cambios, las anécdotas y la manera como la modernidad ha permeado en cada rincón de la zona donde construyó una vida colmada de anécdotas.
Nunca olvidó cuando llegó a bolearle gratis los zapatos a María Félix, asidua visitante del mercado más famoso de nuestra capital y donde una vez se la encontró con sus escoltas y se ofreció a pasarle el trapo a sus zapatos que se habían manchado de tierra.
“Era de a gratis de mi parte, pero ella le dijo a uno de sus canchanchanes que me diera un billete”, recuerda don Jesús, quien para los años setenta era uno de los boleros con acceso a la estación XEW, que después de su época de oro tuvo algunos estertores con programas en vivo en su auditorio. Ahí llegó a bolearle los zapatos al cómico Capulina, también a su carnal Marcelo. Pero donde hacía su agosto era en un café cercano, en la calle de Ayuntamiento, donde muchas personalidades se sentaban a fumar y las propinas eran generosas.
En la calle de República de Uruguay, afuera del famoso restaurante El Danubio, don Jesús hacía guardia las tardes de los viernes y sábados, los mejores días para encontrar buena clientela. Muchos políticos, estrellas de la farándula y empresarios cruzaban por ahí. El embajador de los Estados Unidos en México, Robert McBride, era uno de sus clientes habituales. “Ya hasta se sabía mi nombre, me decía Chu-chio, con su acento gringo. Siempre muy amable y hasta una vez me regaló, además de la propina, 10 dólares para la buena suerte”.
Los domingos sin duda eran para agarrar clientela afuera de la Catedral. Muchas familias, mucho extranjero. “Le hablo de tiempos en los que aún no era muy común traer tenis. Todavía a principios de los setenta la gente usaba zapatos. Había cierta elegancia. Los hombres pantalón de vestir y camisa. Las señoras sus vestidos bonitos y zapatillas. Yo acostumbraba traer un tablón más bajo empotrado a mi cajón, para sacarlo cuando las damas requerían un servicio y no tuvieran que subir la pierna”.
La semana terminaba para don Jesús en el café El Popular, también uno de los más antiguos del Centro, además del bar La Ópera, donde sólo entraban los boleros de confianza a trabajar por turnos.
“Era una ruleta, porque si había función en Bellas Artes, muchos boleros preferían dejar La Ópera para ir por la clientela segura. Sin embargo, si uno se esperaba, siempre llegaba a este lugar gente interesante como la guapa Olga Breeskin, el escritor Carlos Fuentes, el Indio Fernández, todos querían enseñarle a sus amigos el famoso balazo de Pancho Villa”.
Con los cambios instaurados en los años ochenta y noventa, los boleros de a pie se fueron haciendo menos, reemplazados por “los de a fijo”, que según cuenta don Jesús, hicieron sus uniones y tenían que pagar proteccion y uso de suelo a las mafias en turno.
“Fuimos pocos los que quedamos de a pie, nos decían los falderos, los paseadores o los ruleteros. La ciudad cambió mucho, también el jale. Pero muchos lugares siguen iguales afortunadamente. Son los sobrevivientes, son como los recuerdos, los años le hacen los que el viento a Juárez”.