Mi abuela solía llevarle en fechas festivas a la portera de su edificio un panqué casero, lo mismo que al señor de la basura y al “viene viene” que se apostaba afuera de la cuadra, aun cuando ella no tuviera auto.

Siempre me pareció extraña aquella actitud, sobre todo, porque aquellas personas no eran, lo que se dice, la simpatía andando en dos pies, hasta que un día, mi abuela me explicó que los mexicanos somos chismosos por naturaleza y que más valía tener buenas migas con personas que con sólo observar varias horas al día los movimientos de una zona, sabían absolutamente todo de sus colonos.

No entendí aquella sabiduría política, hasta años después, cuando charlando por primera vez con el portero de un edificio que se encontraba enfrente del mío, descubrí azorado que el buen hombre sabía todo de mí, desde mis horarios de trabajo, las fechas en que me había ido de vacaciones, los miembros de mi familia que solían visitarme con frecuencia, hasta la tintorería a la llevaba mis trajes y el banco donde cambiaba mis cheques.

Es impresionante y también atemorizante la gran información personal que manejan algunos trabajadores sobre cada uno de nosotros, con tan sólo tenernos dentro de su campo diario de visión.

Una amiga me comentaba hace un tiempo que este fenómeno no se reduce a quienes prestan un servicio directo, sino a los encargados de los negocios cercanos, a aquel bolero que lustra los cacles y mira de reojo en la esquina, la muchacha de la limpieza que luego da santo y seña de nuestra vida privada a la marchante de las quesadillas, y hasta el teporochito desempleado que invierte sus horas en contemplar el barrio.

“Tú estás vigilado, yo estoy vigilada, somos una ciudad de vigilantes”, afirma mi amiga, quien me invitó a realizar un curioso experimento: “Sal a la calle y párate en medio de la acera”, me dijo, “luego, girando tu cuello y cabeza trata de mirar en derredor en un ángulo de 360 grados… descubrirás que por lo menos uno o dos chismosos están vigilando con atención tus movimientos”.

Por supuesto, aquello me pareció una actitud bastante paranoica y no le seguí el juego, hasta que hace unos cinco años recibí un curioso trabajo de investigación por parte de un lector especialista en sociología, Alberto Arcineaga.

En dichos documentos, y haciendo alusión al dicho “Pueblo chico, chisme grande”, mostraba como en Ciudad de México, la densidad poblacional convertía a los bloques de entre cuatro y cinco cuadras en pequeños micro territorios donde quienes estaban a cargo de los servicios o tenían bastante tiempo que perder diariamente por causa de desempleo u otras cuestiones, tenían información privilegiada sobre sus vecinos.

No obstante, señalaba el especialista, existe paralelamente un código social entre los mexicanos, quienes cuando ocurre un suceso negativo, como un robo o un accidente vehicular, nunca ven nada, aun cuando sus testimonios sean vitales para esclarecer una situación.

Aquello me recordó la escena trágica, cuando con tan sólo cinco años, llegué con mi abuela a su departamento y encontramos la puerta abierta, además de muebles tirados, anaqueles abiertos y hasta sus joyeros vacíos en la cama. Ni la portera, ni el “viene viene”, ni el señor de la tienda contigua, quienes incluso sabían cuándo mi abuela cambiaba de bolso, vieron nada.

Somos una ciudad de vigilantes que cuando ocurre una tragedia sufrimos ceguera temporal. Quizá nos hemos equivocado de santo patrono, y sea Judas, el mayor chismoso ladino de todos los tiempos, el que más se adapta a nuestra idiosincrasia.

homerobazanlongi@gmail.com
Twitter: @homerobazan40

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