Hoy pocos lo recuerdan, pero en su tiempo, fue una de las leyendas de los maestros de las "artes gráficas prohibidas", además de una especie de Robin Hood que se ganó el cariño de todo su barrio por invertir sus ganancias mal habidas en comprar ropa, leche y comida para esos niños y ancianos pobres, que se las veían duras en el México posrevolucionario.
Aunque pertenecía a esa triada de familias de pasteleros catalanes franceses que durante el siglo XIX vinieron a probar suerte a la ciudad de México (los Sarlat, los Cantat y los Tintouriette), Miguel Torres Cantat nunca heredó el talento para aplicar el merengue a las redondas y esponjadas creaciones de sus parientes, y sí por el contrario, se distinguió por ser un excelente dibujante que solía retratar a lápiz, cual valquirias, a las muchachas decentes, y como diosas a las Lolitas sin pudores.
Sin embargo, su verdadero talento consistía en ser un gran copista que realizaba réplicas exactas de los maestros del Renacimiento, así como de edificios históricos e incluso de los escudos de las familias de abolengo. En menos de una década, aquella habilidad se convertiría en su principal oficio, incursionando en el negocio de copiar títulos, permisos, licencias, cheques y cuanto documento le solicitaran sus numerosos clientes.
No obstante, su minuciosidad llegaba a tal grado que sus obras no podían ser tachadas como simples falsificaciones, sino como originales exactos que ostentaban el mismo papel, tinta y sellos, así como números de folio "desocupados", que sus contactos en los registros públicos le proporcionaban.
Entre 1925 y 1929, Cantat había provisto de credenciales a la mitad de los taxistas del valle de México, poniendo en ridículo a las autoridades, cuyos peritos no podían reconocer cuáles eran originales y cuáles balines.
La policía llegó al punto de solicitar a los choferes que entregaran voluntariamente las licencias falsas, librándose de cualquier cargo judicial si denunciaban a su autor. Por supuesto, aquella petición jamás prosperó, puesto que la mayoría de los conductores habían sido víctimas de la corrupción en las oficinas públicas, en las que hipócritamente se cobraba entre trámites y mordidas hasta tres veces más del valor real de los documentos.
Además, aquel chistoso fulano de apellido Cantat, quien por su tez blanca y cabello rojizo era apodado El Camarón , había probado ser un buen valedor con la gente del barrio. Debido a la prosperidad que había alcanzado su negocio, se supo que más de una vez ayudó en metálico a los más necesitados, que solía mandar leche, pan y carne a algunos ancianos y viudas con hijos, y que durante las fechas festivas solía colocar en su patio una "mesa para pobres" en la que se servía a todo aquel que no tuviera para celebraciones.
Hasta 1931 continuaría el reinado de este personaje, año en que uno de sus aprendices de origen italiano lo metería en problemas al ser arrestado. Sin embargo, aun con la amenaza de ir a la cárcel, el joven no delató a su maestro, acto que conmovió a Cantat, quien decidió ayudarlo con un osado plan.
Aunque parezca el argumento de una película, El Camarón falsificó documentos oficiales de una embajada extranjera, y disfrazado con un elegante traje de seda y unos lentes de botella, se hizo pasar por un cónsul italiano que solicitaba la custodia del detenido. Los ingenuos policías mordieron el anzuelo y soltaron al aprendiz.
Lo malo es que afuera de la comisaría un chofer reconoció a su benefactor de licencias y decidió saludarlo delante de los polizontes. Las inocentes palabras: "¡Qué pasó, Camarón! Te paso a ver el lunes" se convirtieron en la sentencia de Cantat, quien fue arrestado y obligado a confesar.
Los periodistas de la época se dieron vuelo con la noticia, e hicieron seguimiento al registro policial de su casa ubicada en la colonia Obrera, donde debajo de la cama se encontró un elegante maletín que contenía toda clase de tintas y papeles para su oficio.
Además del parecido físico de Cantat con el actor Joseph Cotten, otro detalle que dio vuelta al país, e incluso traspasó fronteras, fue que entre los documentos falsificados se encontraban las placas con las que en cuestión de minutos planeaba duplicar los cientos de billetes de lotería con premios menores para ser cobrados al instante.
Siete años de cárcel purgó aquel prófugo de los pasteles por azotar al Distrito Federal con sus perfectas falsificaciones. Todavía en su celda, los periódicos publicaron que el delincuente elegante se negaba a comer los guisados de la prisión si no había tortillas, chicharrón y guacamole para acompañarlos. ¡Qué genial compadre!
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