A principios del siglo XIX, asemejaba un pintoresco terregal como los que se encuentran en los pueblitos perdidos, pero años más tarde sería conocida como la calle de Santa Veracruz, después, el callejón de Mesones, y finalmente, como la calle de los Gallos.
Fue nombrada así por ser una de las primeras donde se realizaron las crueles y folklóricas peleas de los bravos plumíferos.
Situada de oriente a poniente, atrás de San Andrés, y cercana a la calle de Cochero, este lugar fue durante el año de 1740, el principal acceso hacia una plaza creada para peleas de gallos, abierta hasta 1798, cuando por decreto del virrey, fue trasladada a un sitio menos concurrido por familias.
Se inauguró el nuevo espacio de peleas en la plazoleta campirana de Moras, con el patrocinio de la Real Hacienda de ese lugar.
En el siglo XVIII, casi no había quien se resistiera al salvajismo de los encuentros, así como a las apuestas y ganancias rápidas. Este hecho preocupó a muchas autoridades morales e intelectuales de esos tiempos, más no así a los funcionarios del ayuntamiento de la Nueva España, quienes anualmente por los espectáculos, las ferias y hasta por los grupos de galleros organizados, recibían una renta real estimada en 50 mil pesos oro.
A causa del obvio desorden y los ambiguos criterios con los que se cobraba este impuesto, las tranzas y corruptelas eran el pan de todos los días. Esto fue lo que motivó a un astuto funcionario a crear la oficina de Renta de Naipes y Ramos Anexos, en la que trabajaban de oyentes o chismosos, numerosos hidalgos encargados de calcular las ganancias.
Por supuesto, la calle de los Gallos era considerada como terreno de perdición para todo aquel que la frecuentara. "Fomenta la ociosidad y el gusto por la violencia, el alcohol y la mala vida", afirmaba en una carta enviada a las autoridades el párroco José Lezama, religioso que, junto con un doctor de apellido Pedroza, se hizo famoso entre la torva de rufianes. Sin temor a recibir una paliza, los dos señores tomaban
por asalto algún local de peleas, y mientras uno cuidaba la puerta, el otro se ponía a predicar contra el vicio del juego, hecho por el que el rey accedió a ordenar el cese de la actividad.
Sin embargo, tras unos meses de calma, las peleas de gallos continuaron clandestinamente, con más adeptos, más apuestas y más vicio. De ahí aquella frase: "Prohibir es fomentar".
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