Para los que han vivido mucho tiempo en esta ciudad, las teorías del maese Einstein acerca de que “todo es relativo”, acaban por cobrar mucha claridad al cabo de los años. Los primeros reglamentos sobre el llamado “orden público”, implementados hace 80 años fueron los que más evidenciaron estas afirmaciones. Muchos nunca supieron donde comenzaban, terminaban… o de perdida, a qué se referían.

Lo cierto es que las nada corruptas e inmaculadas autoridades capitalinas (risas), se valieron de la amplitud del término para hacer miserable las vidas de muchos ciudadanos, añadiendo a la manera aldeana y pueblerina, su propia versión sobre lo que significaba resguardar la paz en las diversas colonias.

Para muchos, estos reglamentos eran también aviso de que el espacio en la ciudad se hacía cada vez más estrecho, convirtiendo a la convivencia entre vecinos en un verdadero reto para el manual de Carreño.

Desde 1927 aquellas iniciativas se convirtieron en el peor enemigo de los bailes, las fiestas, las reuniones en congales, pero sobre todo de esos compadres parranderos que de martes a domingo (por aquello del san lunes) empinaban el codo con sus amigos y armaban sus desmaines en cualquier casa donde hubiera hielos, vasos y algún tocadiscos para amenizar el convivio.

Uno de los primeros párrafos que cita el orden público se remonta al periodo revolucionario y se refería a evitar que las tropas que entraban a la capital lanzaran balazos al aire para celebrar su bando. Lo malo es que, con el tiempo, aquel terminajo sería duplicado en otros reglamentos para evitar peleas callejeras, ferias clandestinas, etcétera.

Con el tiempo la ciudadanía se acostumbró a que se añadieran cada año nuevos párrafos que aludían a sutilezas tales como las faltas a la moral en la vestimenta de las mujeres (¡que incitaban al desorden!) o el comportamiento agresivo por parte de los parroquianos pasados de copas.

La mayoría terminó apoyando las medidas, sobre todo cuando les tocaba el turno de tratar de conciliar el sueño, mientras una torva de borrachales amenizaba la madrugada en la casa contigua.

Tras entrar en vigor en 1928 los mencionados reglamentos, se registraron casi enseguida las primeras quejas de vecinos. Por supuesto no faltaban las señoras de agrio semblante y changos belicosos quienes teniendo a la ley de su lado se vengaban de esa chusma que imitaba a los vampiros y a los gatos, viviendo de noche y maullando hasta que salía el sol.

Lo malo es que al poco tiempo esa misma ley que, entre muchas vertientes, pretendía velar por la tranquilidad y derecho a roncar del capitalino, comenzó a mostrar su ineficacia puesto que los párrafos no especificaban cuales eran los convivios que representaban una afrenta al orden y se basaban únicamente en las quejas de terceros. Al cabo de unos meses hasta las fiestas de quince años y la reunión para celebrar a la abuelita se convirtieron ante los reglamentos en escenario del vicio y la perdición.

Al final los únicos ganones eran los gendarmes, quienes haciendo gala de su “añeja y conocida honradez” (más risas), se dedicaban a peinar de noche los barrios en busca de bohemios, música y carcajadas, para después sorprender al anfitrión con su hipócrita perorata... y hay de él si presentaba aliento alcohólico en el umbral de su propia casa. Algunos cronistas de la primera mitad del siglo XX describen cómo en ocasiones los propios invitados hacían una vaquita, no para comprar más “provisiones”, sino para apaciguar al chango mordelón de gorra y placa, para quien las leyes ¿representaban? su eterno agosto.

Curiosamente, cuando llegaron los años cincuenta y las juventudes desenfrenadas retaban a sus padres con esa música infernal llamada rock and roll, aquella ley aguafiestas fue sacada del armario con todo y polilla por las asociaciones de padres de familia, espantadas por el espacio que reclamaban sus vástagos.

El lector Fernando Estrada recuerda cuando en esos años solía invitar a sus compañeros de la escuela a las pachangas organizadas cada vez que sus padres salían fuera de la ciudad. Cuando el desfile de vecinos quejosos comenzaba y los primeros tamarindos tocaban a la puerta del zaguán, solían cambiar las canciones de “Los locos del ritmo” por un disco del Ave María cantada en coro. Como toque final una fotografía de la inmaculada Libertad Lamarque era pegada en la puerta.


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Twitter: @homerobazan40


 

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