Conocida años después como el callejón de Mesones, la calle de los Gallos fue nombrada así por ser una de las primeras donde se realizaron las crueles y folclóricas peleas de los bravos plumíferos.
Situada de oriente a poniente atrás de San Andrés, y cercana a la calle de Cochero, este lugar fue durante 1740 el principal foro de apuestas de la ciudad.
En el siglo XVIII, cual diversión de circo romano, las peleas de gallos satisfacían las pasiones de miles de ciudadanos, quienes atraídos por la emoción y el salvajismo no dudaban en descuidar sus casas y negocios jugándose hasta la camisa.
Este hecho preocupó a muchas autoridades morales e intelectuales de esos tiempos, mas no así a los funcionarios del Ayuntamiento de la Nueva España, quienes anualmente por los espectáculos, las ferias y hasta por los grupos de galleros organizados, recibían una “renta real” estimada en 50 mil pesos en oro.
A causa del obvio desorden y los ambiguos criterios con los que se cobraba este impuesto, las transas y corruptelas eran el pan de todos los días. Esto fue lo que motivó a un astuto funcionario a crear la oficina de Renta de Naipes y Ramos Anexos en la que trabajaban de “oyentes” o chismosos, numerosos hidalgos encargados de calcular las ganancias de tal o cual mafioso vividor de los desplumados.
Por supuesto la calle de los Gallos era considerada como “terreno de perdición” para todo aquel que la frecuentara. “Fomenta la ociosidad y el gusto por la violencia, el alcohol y la mala vida”, afirmaba en una carta enviada a las autoridades el párroco José Lezamis.
Por cierto, que este religioso, junto con un doctor de apellido Pedroza, se hizo famoso entre la torva de rufianes afectos a los gallos. Sin temor a recibir una paliza por su atrevimiento, los dos señores ya entrados en años, tomaban por asalto algún local donde se realizara alguna pelea, y mientras uno cuidaba la puerta, el otro se ponía a predicar contra el vicio del juego.
Así, como dos quijotes, ambos hombres, recorrieron durante años innumerables sitios de la ciudad, hasta que un día se percataron de los resultados de su misión entre la gente. Fue cuando por falta de variedades cómicas en un festival, fueron invitados a predicar entre el bullicio de carcajadas de una burlona multitud de beodos y tahúres. Así continuaron las cosas por mucho tiempo, hasta que un día los influyentes señores Padilla y Guardiola y Frutos Delgado, enviaron una carta al mismísimo rey de España, Carlos III, donde explicaban:
“Esa aberración no respeta edad ni condición y sus consecuencias están a la vista. Los hombres enviciados por ver ganar a su gallo no dudan en empeñar alhajas y bienes, dejando a sus mujeres desamparadas y a sus hijos perdidos, mereciendo en lugar del nombre de cristianos, el de borregada de pobres diablos”.
Ante tan “inspiradas palabras” el rey accedió a ordenar el cese de la actividad. La ordenanza se difundió por las principales calles de México con la ayuda de heraldos que leían el decreto al son de atabales.
Sin embargo, tras unos meses de calma, las peleas de gallos se continuaron realizando clandestinamente, con más adeptos, más apuestas y más vicio. De ahí aquella frase: “Prohibir es fomentar” y ni se hable de los pobres gallos, muchos vecinos de esta calle se preguntaban por el contenido de esas misteriosas cajas negras que cada semana eran traídas por docenas en carritos, y que además de tambalearse, emitían el mismo canto quiquiriquero que alguna vez delató al chueco judas.
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