“¡Muy pronto una nueva ciudad!” rezaba a finales de 1968 un vistoso anuncio colocado en avenida Niño Perdido, y que pregonaba de forma sutil la esperada modernización de la ciudad, lo cual se traducía en la demolición de predios viejos para sustituirlos por nuevos.
Después de los trágicos sucesos del 2 de octubre en Tlatelolco y con la ciudadanía colmada de indignación, casi nadie tomó en cuenta que en el primer cuadro de la ciudad y en otras colonias de gran tradición como Santa María la Ribera, Juárez, Cuauhtémoc y Roma, se efectuaba la última fase de un maquiavélico plan, iniciado hace décadas y que consistía en la destrucción de bellos edificios y casonas históricas con la finalidad de construir grandes edificaciones de oficinas y condominios.
Aquel año marcado por el contraste entre la sangre de inocentes y el espíritu deportivo de las Olimpiadas, representó el camuflaje perfecto para desviar la atención pública y dar los últimos toques de las llamadas Obras de ampliación de la ciudad, iniciadas cuatro décadas antes, y que privaron a las futuras generaciones del legado de más de 30 palacios y templos, cuyos espacios hoy los ocupan tiendas departamentales, negocios y edificios funcionalistas.
Aun cuando el registro de automóviles con trabajo sobrepasaba las 300 mil unidades, el desproporcionado tráfico que existía en el centro histórico y los cuellos de botella ocasionados por lo estrecho de algunas calles, habían puesto sobre la mesa del Ayuntamiento el proyecto para la mencionada ampliación, que iniciaría más tarde con la aprobación en 1920 del hoy tan odiado Plan de Agua Prieta, y que no era sino la extensión de los proyectos de remodelación urbana iniciados dos décadas atrás por Porfirio Díaz.
Los pecados cometidos en aras de la modernidad son recordados por muy pocos. Algunos de los edificios más bellos, de los que sólo queda el recuerdo de algunas fotografías, fueron demolidos por encontrarse justo en medio del carril del carro desbocado del desarrollo. Tal fue el caso del legendario Templo de Santa Brígida, que en 1932 y 1933 fue tirado prácticamente a martillazo limpio, con el pretexto de las obras de ampliación de San Juan de Letrán. Su belleza arquitectónica puede apreciarse en algunas imágenes, la mayoría captadas irónicamente por los ingenieros que planeaban dónde clavar el puntiagudo martillo con más precisión.
Lo mismo ocurrió con el magnífico claustro del convento de Balvanera, la bella plaza de Salto del Agua, lugar donde solían echar novio las parejas de principios de siglo, así como con los edificios sobrevivientes del Barrio Francés, cuya avenida principal Francia, contó en su tiempo con algunas de las casonas más majestuosas, bautizada después como Artículo 123.
Una década después, la destrucción continuaba a diestra y siniestra. Se cuenta que los empresarios, coludidos con algunos funcionarios, sólo tenían que presentar una petición de ampliación con cierto número de firmas, no importaba si eran de su compadre o de su abuelita de Torreón, para que el Ayuntamiento incluyera dentro del Plan de Agua Prieta a algún predio o calle cercana a su empresa.
Otro de los casos más famosos fue en 1934, cuando se dio luz verde a las obras de ampliación de la avenida 20 de Noviembre a cargo de Vicente Urquiaga. Dos años más tarde, con la intención de agrandar el Callejón de Ocampo, el convento de San Bernardo estaba condenado a desaparecer. Sin embargo, ante las propuestas de varios grupos, algunos de ellos dirigidos por beatas señoras de alcurnia con pesudos maridos, se logró dar marcha atrás a la demolición y, en un caso sin precedentes de "voluntad" por parte de los funcionarios, se autorizó, aun cuando los costos se triplicaran, el desmonte y rearmado del edifico para dar paso al tráfico vehicular, ¡lo que hacen las influencias!
Con el tiempo, el primer cuadro de la ciudad cambió su rostro. Sin el "lastre" romántico de aquellos palacios joya que fueron testigos de nuestro nacimiento como nación, los funcionarios de poco seso parecieron sentirse más a gusto y comenzaron a repartirse el pastel del negocio de los permisos y surgieron así los edificios que todos conocemos.
Curiosamente, aquellos genios urbanistas con "gran visión en el futuro" jamás se imaginaron que al construir más obras para oficinas se traería, por obvias razones, más congestionamiento vial al primer cuadro, y que el espacio ganado sería rebasado hasta en 500% décadas más tarde. Entonces, ¿era realmente necesario tirar casi 40 edificaciones de nuestro legado histórico? Más vale no hacer corajes, porque los responsables hace ya tiempo que andan realizando trabajos de ampliación seis metros bajo tierra en los ardientes terrenos donde paran todos los necios.
Twitter: @homerobazan40