La escena siempre era la misma: cuando el mandamás arribaba con su carruaje a la avenida donde la pléyade de paleros le lanzaba vítores y porras, los instrumentos de los músicos militares ponían acento y sabor al recorrido, creando un recuerdo idealizado del pelagatos en turno, quien hasta sería descrito como "un gran hombre" en las crónicas de los abuelos.
Aunque desde tiempos de la Colonia, las agrupaciones de músicos militares y civiles eran el recurso obligado para todo acto público del virrey, y durante el siglo XIX, el registro de orquestas grandes y pequeñas alcanzaba la cifra de 54 tan sólo en la capital, sería como siempre el abusadillo don Porfirio el que más vuelo le daría a la hilacha con los acompañamientos instrumentales de estos señores.
Ya fuera en fiestas privadas o públicas, en actos populistas en la Alameda o en el transcurso de algún festejo conmemorativo, los sonidos de viento, las cuerdas, los platillos y tambores dejaban saber su presencia como emisarios y pilares que refrendaban la verdad del sabio dicho popular: "Al pueblo, pan y circo".
No obstante los jolgorios de que eran partícipes, la vida de los músicos no era fácil. Para el Honorable Batallón de Músicos Militares, que desde 1895 contaba con el respaldo del dictador de las tres décadas, los ensayos, cual entrenamiento de infantería, se iniciaban desde las 6 de la mañana, y antes, si existía alguna ceremonia oficial.
Se cuenta que, durante la estadía de Díaz en el Castillo de Chapultepec, que durante algún tiempo fungió como cuartel general de gobierno, los músicos debían estar acuartelados en un recinto cercano, prácticamente las 24 horas del día.
A cualquier hora, de día o de noche podían ser llamados a amenizar de lejecitos alguna comilona del jefe, recibir con sus notas a algún dignatario o sencillamente cumplir con las funciones de Morfeo, y amenizar durante la madrugada en el Alcázar, los dulces sueños de los muchos huéspedes del palacio.
Para los músicos que no vivían al amparo del Estado, existía una libertad a medias, pues si bien podían tocar en bodas, "jamaicas", festivales u otros eventos, debían competir con los muchos colegas que se peleaban la chamba, y al igual que hoy en día, promocionarse con octavillas o en los clasificados de los diarios.
Por esos años, el músico militar Marcelo Sierra levantó una polémica, al acusar a los músicos civiles de aprovecharse del prestigio del noble Ejército, vistiendo uniformes que en su opinión asemejaban "garras de sucios caballerangos".
Aunque con chayo oficial, el susodicho se atrevió a afirmar que los músicos militares deberían tener el derecho de participar en actos privados remunerados, puesto que su calidad musical era manchada por los muchos advenedizos que sólo buscaban lucrar con el oficio.
Mientras tanto, en vísperas de las Fiestas del Centenario, se celebraban audiciones para las bandas que participarían en los jolgorios de las distintas colonias. En abril de 1909 en la Plaza Mayor y en la Alameda Central, los diarios y gacetillas dieron cuenta de las filas de violinistas, guitarristas, tuberos, percusionistas, flautistas, panderistas, etcétera, que hacían cola con sus compadres para participar en la histórica celebración.
De forma paralela, se llevó a cabo ese mismo año uno de los primeros concursos de bandas en el marco de una celebración tradicional del barrio de Tlalpan, en la que participaron una decena de conjuntos, y cuentan las malas lenguas que el bailongo se extendió hasta el amanecer, y que hasta el párroco de una iglesia tuvo que llamar a los gendarmes para invitar a los beodos a ahuecar.
Con los años surgieron algunas asociaciones de músicos de banda que curiosamente se aliaban con los partidos políticos para "alegrar" los actos proselitistas. La repartición del gran pastel del Estado también les tocaba si le apostaban al gallo correcto. Tal fue el caso de un trombonista de apellido Muñoz Bago (apellido que ni mandado a hacer), quien después de amenizar con sus artes las batallas de las huestes revolucionarias de Pancho Villa, agarró hueso en el ayuntamiento, y por algún tiempo dirigió una oficina de Eventos y Animación, que reclutaba a músicos de toda la ciudad para los distintos actos oficiales.
Pero, mientras tanto, quienes no vivían a la sombra de ninguna dependencia, continuaban ganándose a duras penas el pan de todos los días con las contadas invitaciones privadas. Como todo en la vida, a veces el ingenio marcaba la diferencia entre tocar por unas monedas o apretarse el cinturón, tal es el caso de un clasificado publicado en 1929 y que reza: "Bodas, festivales, cumpleaños, actos solemnes, tocamos desde la guitarra hasta las puertas del cielo. Agrupación Camarena, doce años de experiencia al servicio de su zapateado. Vestuarios para galas y tardeadas dominicales. No contrate a desafinados que matan el encanto de la fiesta. En la alegría no hay segundas oportunidades".
Twitter: @homerobazan40