Cruzando por Xochimilco, San Ángel, por el río de Chimalistac, Coyoacán y rodeando los vastos terregales cercanos a la antigua hacienda La Teja, convertidos más tarde en varias colonias como la Del Valle, la Nápoles y la Condesa, desde el siglo XIX, las diligencias representaron el primer medio de transporte público conocido en la capital.

Aunque muchos preferían trasladarse a galope tendido entre las diversas demarcaciones de la ciudad, los caballos no eran una opción muy conveniente cuando existía la compañía de alguna dama, sobre todo si su amplio vestido y sus emperifolles no le permitían montar con libertad a algún rocinante poco brioso.

Para 1870, el trazo de la ciudad ya comenzaba a mostrar algunos indicios de la urbanización que vendría más tarde. Sin embargo, en la mayoría de las zonas, la pavimentación continuaba siendo un sueño guajiro y el caballo, las mulas y los burritos, continuaban acrecentando el complejo aldeano de los funcionarios que soñaban con imitar el modelo de vida de la vieja Francia.

Mientras que las calles de algunas importantes avenidas habían sido pavimentadas con el poco práctico adoquín de madera y permitían el libre tránsito de carruajes, las colonias más alejadas no contaban con casi ningún servicio y seguían mostrando su aire provinciano.

Las antiguas diligencias se convirtieron así en el principal medio para comunicar a los capitalinos y generar el comercio entre los cuatro puntos del Valle de México. Familias, comerciantes, señoritas elegantes, turistas y hasta aquellos que presumían de caballeros, eran los pasajeros habituales de esos carros jalados por dos y cuatro caballos. En antiguas crónicas se contaba como estos armatostes podían cargar de forma casi milagrosa hasta seis veces su propio peso.

Baúles, costales, cajas con mercancías y de vez en cuando ataúdes, jaulas de animales, muebles o incluso instrumentos musicales como pianolas, tubas o violonchelos, eran transportados sin problemas a través de este servicio, precursor de las grandes líneas de autobuses y tranvías llegadas con el siglo XX.

Fueron innumerables los textos, reportajes y novelas donde fueron descritas esas viejas carretas, las que aún con su incomodidad, dejaban siempre el sabor de la aventura y convertían a una simple tarde en una travesía colmada de paisajes y bellos rincones.

Algún chistoso de esos tiempos diría que era más sencillo recitar un poema al revés que tratar de mantener una charla a bordo de una diligencia. La verdad, estaba en lo cierto. De vez en cuando podía escucharse en el interior del carruaje un verdadero ataque de risa por parte de los viajeros. Cada vez que alguien intentaba comentar una anécdota a sus compañeros de asiento comenzaba a ta-artaamudea-a-aar a causa de los accidentados terrenos por donde cruzaban.

Con la llegada de los motores, las rutas de camioncitos y las cada vez más prósperas líneas de ferrocarril, la carreta, los caballos y aquellas viejas diligencias que durante años mantuvieron su estoico servicio, se volvieron más una curiosidad que una necesidad.

Todavía a finales del porfiriato las diligencias que solían llevar a los catrines y damiselas a apostar muchos pesos de plata al Hipódromo de Peralvillo continuaron con el negocio; sin embargo, los parroquianos se reían cada vez más de esas señoras encopetadas que con todo y sombrilla eran paseadas entre las polvaredas de un México que parecía vacunado contra lo arcaico y cada día tomaba su dosis de modernidad.

Las diligencias fueron así olvidadas en esos mares de lo obsoleto y una nueva era de locomoción y sistemas eléctricos dio inicio. Sin embargo, la huella dejada por esos transportes sigue existiendo y son recordados a veces en viejas películas y fotografías como el primer eslabón de esa larga cadena de transportes citadinos que han mantenido funcionando a la ciudad.

homerobazanlongi@gmail.com
Twitter: @homerobazan40

Google News

TEMAS RELACIONADOS