El hambre agrava las pandemias y las pandemias agravan el hambre, una maldición que conocieron de cerca los habitantes de la ciudad de México entre 1915 y 1920, cinco años fatídicos donde la desestabilidad del país a causa de los conflictos armados, la caída del dictador Porfirio Díaz, la transición oscura por el mandato de Victoriano Huerta y otras crisis sociales que cayeron en avalancha, provocaron que en 1915 el precio del maíz aumentara 1500 por ciento… sí, leyó bien ¡1500! Nuestra historia muestra a las claras que la realidad en México siempre ha superado a la ficción.

A la subida en el precio de este vital alimento le siguió el frijol que aumentó 800 por ciento y luego vino a rematar la subida del arroz, que alcanzó casi el 1000 por ciento. Imagine que el día de mañana tuviera que comprar en el mercado negro un kilo de arroz por el equivalente a 300 pesos actuales y que una sóla tortilla, así huerfanita, se la vendieran por casi 20 pesos.

El hambre se extendió como una gigantesca ave de mal agüero por todo aquel año e hizo olvidar a muchos con sus alas negras que Pancho Villa y Emiliano Zapata habían entrado triunfales a la ciudad de México tan sólo unos meses antes, en diciembre de 1914, para consolidar su alianza y, de hecho, conocerse en persona.

Aquella crisis alimentaria comenzó a pegar fuerte en la salud de los mexicanos. La desnutrición infantil y adulta se agravó como nunca antes. La destrucción de vías férreas dificultaba el poco abasto que había. Se decía que un costal de maíz, frijol o arroz valía más que esos autos o joyas lujosas que ostentaban antaño los más cercanos al régimen de Díaz, quienes por cierto, habían fugado sus capitales al extranjero.

Pero como si se tratara de una profecía apocalíptica, el hambre que padecieron los mexicanos durante ese lapso y que pareció alcanzar su máximo pico (hablando hoy de picos y aplanar curvas) a finales de 1917, no sería sino el primer acto de la tragedia, pues en 1918, el incremento de extranjeros en el país, la mayoría desembarcados en el puerto de Veracruz, traerían, después de la guerra y el hambre, a un tercer jinete de devastación: la peste.

La epidemia de influenza pegó implacable en nuestro país. Los contagios comenzaron a registrarse en diferentes estados y en la capital con una rapidez que tomó desprevenidos a los médicos. El sistema de salud colapsado por los conflictos armados no fue suficiente para dar cabida a todos los enfermos. Se instalaban carpas afuera de las ya de por sí improvisadas clínicas. Y en la ciudad de México se acondicionaron camas en diversos edificios cercanos a los hospitales saturados.

En España, la segunda oleada de influenza tuvo lugar a finales de 1918 y hasta mediados de 1919, coincidiendo con los rebrotes en Estados Unidos. En todo ese lapso, numerosos viajeros siguieron llegando a nuestro país, provocando que las cifras mortales y contagios alcanzaran, en un cálculo conservador por los inexactos registros demográficos, más de 2 mil muertes diarias.

Hambre y pandemia dejaron tras de sí, cifras de afectados que quizá nunca conoceremos del todo. Los registros eran improvisados y los periódicos y algunas instituciones de entonces daban a conocer cifras muy dudosas.

En lo que respecta a la ciudad de México muchos leían con incredulidad que tan sólo hubiera un centenar de muertos al día y que los infectados oficiales no sobrepasaran los 60 mil, aún cuando todos eran testigos del bullicio en las calles, el hacinamiento de muchas colonias populares y leyeran noticias de impacto, como aquella que dio seguimiento al contagio masivo de peones en numerosas haciendas cercanas a la capital.

Entre las callejuelas cercanas al centro, un papelerito descalzo y con un improvisado cubrebocas se abría paso con su fajo de periódicos y gritaba las noticias del día: ¡El Ayuntamiento echará desinfectante en las calles! ¡La peste roja (así le llamaba en esos días, además de influenza española) fuera de control!

Las mascarillas se hicieron más comunes, sobre todo en los tranvías y en las calles con afluencia de comercios y puestos. Había desconfianza hacia los que estornudaban, a los que abrazaban, a los que hablaban muy cerca. Los teatros y cines vivieron su peor época y cada vez se hizo más común conocer a alguien que enfrentaba la enfermedad.

Hoy podrían parecer tiempos parlelos, donde aún con la tecnología, el abasto y las comunicaciones, la nueva pandemia ha pegado fuerte a México. Como en el pasado, dicen algunos. Aunque en 1918 éramos menos de 20 millones y hoy se estima casi 128 millones de mexicanos. Son tiempos distintos, con otras lecciones, no menos difíciles, pero que claman, como en ese pasado, por ser aprendidas para futuras generaciones.

@homerobazanlongi

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