El próximo 18 de julio se cumplen cinco décadas de que fuera plasmada en un contrato laboral del sector público la responsabilidad por parte del contratante a pagar la transportación de sus trabajadores cuando se tratara de actividades laborales.

Sorprendentemente, hasta 1957, el tema se mantuvo convenientemente en el aire, y al no existir leyes de por medio, muchos salarios se vieron mermados a lo largo de los años por el pequeño detalle de pagar transportes, cuestión que, en el caso de un vendedor, mensajero, inspector, etcétera, se convertía en una pequeña fortuna anual.

Sería a partir de los años cuarenta cuando incluso los trabajadores de planta comenzaron a hacer cuentas de cómo hubieran podido canalizar esos quintos y pesos utilizados en llegar hasta la fábrica ubicada en el quinto infierno.

No se trataba de codera, sino de matemáticas básicas. Si un obrero que ganaba 500 pesos debía invertir cinco diarios en transportarse a su lugar de trabajo, en un mes habría gastado una cuarta parte de su ingreso en camiones y trolebuses.

Lo grave eran esas ofertas de empleo para vendedores, comisionistas, y agentes de promoción, que ofrecían sueldos atractivos y cuyas empresas informaban al último al solicitante que el dinero de los pasajes estaba incluido en el total del salario. Muchos aceptaban a la Bartola, pero con el paso de los meses, comprendían que el trajín diario de entregas y visitas a clientes, mermaba hasta 50% su ingreso real.

A finales de los años cuarenta, un columnista publicó los comentarios de varios trabajadores que exhortaban a las autoridades a incluir dentro de las leyes laborales la obligación de los patrones a incluir dentro de los salarios una cantidad destinada a los pasajes, sobre todo en aquellas actividades que requirieran de más de dos traslados al día para asuntos de la empresa.

Poco a poco, ante la presión de los sindicatos se incluyó esta demanda dentro de los contratos laborales; lo malo, como afirmaba un experto en asuntos administrativos, era que los tejemanejes de las nóminas tenían muchas oportunidades para excluir el dinero destinado a transportes del último saldo que aparecía en el sobre.

Aquello dio pie a que tanto en las empresas privadas como en las instancias públicas se hiciera uso de los famosos “vales azules”, que eran un documento estándar para ser cambiado a cualquier hora por efectivo en la caja de pago. Si había que entregar un pedido de emergencia, unos documentos, llevar una póliza de último minuto a un cliente o recoger un paquete, la secretaria del jefazo, personaje que junto con Dios padre era y es la figura más influyente y omnipresente de la oficina, autorizaba con un sello el vale y rápidamente se solucionaba el problema.

Lo malo es que muchos mandamases corruptos (¡qué raro!), sobre todo aquellos que casi no abundan en nuestras instancias públicas, comenzaron a hacer de los vales para pasajes el bono extra para pagar sus comidas y cantinazos.

A principios de los cincuenta, aparecieron en éste y otros diarios las primeras indagaciones sobre el mal uso que se hacía de los vales de transportes para cargar al erario los chistecitos de unos cuantos. Curiosamente, después de la mencionada inclusión en los contratos laborales en 1957, en el Departamento del Distrito Federal algunos trabajadores continuaron quejándose de la falta de dinero para pasajes, cuando era del dominio público que esta instancia fue una de las primeras en autorizarlos.

Algunos periodistas entrevistaron a otros empleados de diversas oficinas de gobierno, quienes bajo el amparo del anonimato confesaron haber firmado para sus jefes vales con trayectos ficticios y que por lo general las secretarias estaban coludidas con los primeros. Mientras tanto, muchos trabajadores se las continuaban viendo negras (sin albur) para sacar adelante el mes de trabajo con la menor merma posible a su ingreso.

Llegada la década de los setenta, el negocio de los pasajes ya había sentado sus reales en las secretarías y eran tantos los desvíos de fondos que los auditores públicos terminaron por apapachar las corruptelas, marcando como “gastos diversos” a los faltantes de caja.

Por su parte las empresas privadas, sobre todo, las de seguros y las farmacéuticas que operaban con un ejército de agentes, prefirieron cambiar el bono extra para transportes por autos particulares para sus representantes, quienes además recibían la modalidad de los vales para gasolina. Todas esas prestaciones tenían por supuesto una bonificación fiscal que a la larga pagaba totalmente la inversión inicial.

Lo malo es que también en esos casos hubo chanchullo y no era raro encontrar en la gasolinera a un fulano que ofrecía cambiarnos con descuento un valecito de 100 pesos de gasolina por dinero contante y sonante. También en la compra de las unidades, sobre todo de las farmacéuticas, se denunciaron algunos abusos, pues los automóviles, comprados con mucho descuento a las concesionarias, eran cedidos a los trabajadores por un porcentaje de su sueldo base. Hoy, al hacer cuentas de los descuentos a su salario por tener derecho a automóvil, muchos trabajadores siguen descubriendo con sorpresa que con la prima que les ha sido retirada podrían haber adquirido hasta dos y tres vehículos iguales.

homerobazanlongi@gmail.com
Twitter: @homerobazan40

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